DOI: http://dx.doi.org/10.19137/anclajes-2016-2032

ARTÍCULOS

 

OLIVERIO GIRONDO Y LA NEGACIÓN DE LA VANGUARDIA

Oliverio Girondo and the denial of avant-garde

 

Luciana Del Gizzo
Instituto de Literatura Hispanoamericana (ILH), Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET
ludelgizzo@hotmail.com

 

RESUMEN: Una hipótesis ampliamente aceptada entre críticos y aficionados afirma que Oliverio Girondo mantuvo una posición vanguardista durante toda su producción literaria. Sin embargo, en sus obras intermedias, Interlunio (1937), Persuasión de los días (1942) y Campo nuestro (1946), enmarcadas por dos momentos diferentes de vigencia de la vanguardia, los años veinte y los años cincuenta, puede leerse una suerte de huida infructuosa de la experimentación o, dicho de otro modo, la persistencia del impulso renovador de sus escritos, en un contexto de repliegue del discurso modernizador en la producción poética de la época. A partir del análisis de esas obras, este estudio muestra las vacilaciones del autor luego de los años veinte con respecto al ideal de renovación de la literatura, así como la influencia de ciertos ideales nacionalistas contrarios al internacionalismo que había sostenido en sus primeras producciones, a la vez que explica su radicalización posterior, en los tardíos cincuenta, en función del vínculo con poetas jóvenes que reivindicaron nuevamente la experimentación.

PALABRAS CLAVE: Oliverio Girondo; Literatura argentina; Crítica literaria; Siglo XX; Argentina

ABSTRACT: A widely accepted hypothesis among readers and critics states that Oliverio Girondo maintained an avant-garde position throughout his literary career. However, it is possible to read an unsuccessful attempt at avoiding experimentation in his intermediate works, such as Interlunio (1937), Persuasión de los días (1942), and Campo nuestro (1946), written between two different avant-garde periods in Buenos Aires: one in the 1920s, the other in the 1950s. In analyzing these works, this paper shows Girondo’s hesitations about the idea of literary renewal following the 1920s, as well as the influence of nationalist ideals that contrast the internationalism that he had expressed in his preliminary works. It also explains his subsequent radicalization, in the late 50s, stemming from his connection with a group of young poets that sought to reclaim a place for experimentation.

KEY WORDS: Oliverio Girondo; Argentinean Literature; Literary Criticism; XX Century; Argentina

 

En la reseña sobre Interlunio (1937) que publicó en el nº 48 de Sur (1938), Leopoldo Marechal celebra el surgimiento del narrador en Oliverio Girondo y le pide más: un libro de viajes o de memorias, con el tinte épico de un Gulliver o de un Marco Polo. Sin duda, el futuro autor de Adán Buenosayres (1948) no sabía que ese sería el único relato del poeta, pero advierte de manera certera en el texto que se trataba de un punto de inflexión, el germen de algo más grande o de algo distinto1. Ubicado justo en medio de seis libros de poesía, apenas antes de torcer transitoriamente el interés de sus poemas desde la ciudad hacia el campo y de su intento por suavizar la rebeldía vanguardista contra la tradición, Interlunio es un texto de pasaje y también de persistencias inevitables, que da lugar a una etapa de reconsideración de su poética.
Esta revisión de los temas y de la forma de composición que emprendió Girondo coincidió con una época en la cual las prácticas renovadoras se replegaron en la poesía argentina, como se abjura de una moda ya pasada. La revista Sur, que en los años treinta, cuarenta y parte de los cincuenta difundía las formas culturales convenidas y de buen gusto que contribuía a conformar (King), mantenía una concepción tradicional de la poesía como valor trascendente y lenguaje universal, aunque atenta a los cambios de paradigma del exterior. Probablemente esa noción de lo poético, junto con el rechazo “de toda definición acomodaticia de vanguardia como humanismo” (Antelo LXXXV), haya sido uno de los motivos para que Girondo solicitara ser excluido del consejo de redacción y para no publicar ningún texto en la revista de Victoria Ocampo, entre otras asperezas con el grupo editor (Antelo). Sin embargo, esto no evitó que mantuviera un vínculo estrecho y que publicara Interlunio en su sello editorial (Artundo y Greco).
En la escena literaria europea –de la que Girondo participaba y a la que prestaba siempre atención, no de un modo subalterno, sino entablando una relación horizontal con sus pares del viejo continente–, se cumplía lo que había pronosticado Jacques Cocteau en 1926, el retorno al orden, es decir, la necesidad de replegar las experimentaciones de los primeros ismos y volver a un enfoque más tradicional. No obstante, en el ámbito argentino el calificativo de vanguardista se continuó utilizando durante las décadas de 1930 y 1940 para denominar la tendencia más actual. Así, la llamada generación del treinta se consideró vanguardista a causa de romper con los postulados del martinfierrismo, aunque su poesía se caracterizó por volver al verso medido y la metáfora tradicional. Lo mismo ocurrió con la generación del cuarenta (Giordano; Soler Cañas): el estilo elegíaco propio del neorromanticismo al que adscribían muchos de sus poetas era señalado frecuentemente como una práctica renovadora2. Por lo tanto, el quiebre se pensaba en relación con la producción inmediatamente anterior y no con la tradición que los trascendía.
La noción que tenemos actualmente de estos movimientos del siglo XX, caracterizada por el rechazo de la institución arte tal como se formó en el seno de la sociedad burguesa, que conlleva una ruptura total con la tradición y la intención de religar el arte con la praxis vital, sólo tuvo difusión y cobró vigencia en Argentina a partir de fines de los años ochenta, cuando se tradujo por primera vez la Teoría de la vanguardia de Peter Bürger. Asimismo, la difusión en los estudios literarios y artísticos de la Teoría estética de Theodor Adorno, que problematizó la cuestión de lo nuevo y la novedad en relación con los ismos, data de la misma época. De modo que para la mitad de siglo y un poco antes, la idea de vanguardia había adquirido un sentido laxo, más vinculado al glosario de buen gusto que al elenco de categorías estéticas y bastante alejado del que se atribuía específicamente a los movimientos europeos de las décadas de 1910 y 1920. Se limitaba a indicar una posición de avanzada y subrayaba el valor de la novedad en el arte.
Sin duda, las vanguardias se plantearon como práctica y experiencia estética de lo nuevo pero, a diferencia del concepto de “generación”, problematizaron la idea de progreso y el cambio que necesariamente conlleva. Es que la autoconciencia histórica que el siglo XIX legó al arte del novecientos hizo que las vanguardias actuaran y produjeran consecuentemente con su transitoriedad y su época, más que signadas por la teleología que marcó al Romanticismo decimonónico. Saberse un evento fugaz en la continuidad de la historia, que ya no se concibe como un desarrollo hacia un fin específico y superior que justifique el sacrificio de extinguirse, las llevó a hacer de esa transitoriedad el motor de su trascendencia.
Por eso, cada vanguardia ha sido un momento de inflexión en el devenir artístico del siglo XX que sustanció lo que ya no era y lo que todavía no tomaba forma, señalando de ese modo lo que Jauss denomina “umbral de época”, es decir, la existencia de un giro en la historia antes de que la sociedad tome plena conciencia del cambio3. En ese paréntesis desplegaron su experimentación vacilante, inexacta e incompleta, que conformó su “estética de umbral”. El término “estética” subraya el rasgo experiencial de extrañamiento que Adorno indica como fundamental para desautomatizar el lazo entre el individuo y su entorno, y poner así en evidencia la originalidad de los tiempos4.
Tal vez porque la historia se compone no sólo de avances, sino de giros y retrocesos, la vanguardia era alrededor de 1940 en Argentina algo del pasado y en ese entorno habría reelaborado su poética Girondo si no hubiera sido por el impulso nuevo que cobró la experimentación a partir del movimiento invencionista y de los jóvenes surrealistas, además de la difusión y la vitalidad que nuevas revistas como Ciclo o Letra y Línea le infundieron a la experimentación poética entre mediados de los cuarenta y fines de los cincuenta. Por lo tanto, ¿estaba o no perimida la vanguardia a mediados de siglo? ¿Era un reflujo, una nueva oleada, o parte de un proceso que no se había cerrado, sino que obedecía a los vaivenes que suele desplegar un discurso en la duración de su vigencia? ¿Girondo mantuvo su impulso renovador del lenguaje poético en ese escenario? ¿De qué modo?
Dada la radicalización de los procedimientos experimentales que este poeta ejecuta en su último libro, En la masmédula (1956), se suele interpretar su derrotero poético como un in crescendo rupturista (Muschietti, “Oliverio Girondo y el giro de la tradición”; Masiello), que buscaba profundizar la novedad de sus operaciones. Sin embargo, luego de Espantapájaros (al alcance de todos) (1932), donde Girondo termina de ofrecer todo lo que su poética inicial tenía para dar, se produjo una etapa de replanteos, autocríticas y oscilaciones en relación con su estilo que es preciso comprender en relación con el derrotero discursivo de la vanguardia argentina. En efecto, si es cierto que este poeta se mantuvo rupturista hasta el final, no lo es menos que su resistencia tuvo vacilaciones y, sobre todo, que estuvo ligada a las reglas discursivas que organizaban lo literario en el siglo XX y que determinaron la instalación del modo vanguardista de poetizar a partir de los años sesenta.
Este trabajo busca leer en las obras intermedias, Interlunio (1937), Persuasión de los días (1942) y Campo nuestro (1946), una suerte de huida infructuosa de la vanguardia o, dicho al revés, la persistencia de su práctica en Girondo, sin perder de vista que dicha permanencia estuvo ligada al proceso de instalación del lenguaje poético innovador que legaron los movimientos de los años cuarenta y cincuenta en Argentina, los cuales acogieron e hicieron su propia síntesis de los ismos europeos. Porque si bien es cierto que “cuando sus contemporáneos dieron la espalda a la condición salvaje de la experimentación, él giró hacia los más jóvenes” (Muschietti, “Diario” 573), ambas actitudes no fueron exactamente simultáneas. Poetas como Jorge Luis Borges, Eduardo González Lanuza o Leopoldo Marechal, entre otros (Sylvester; Ledesma), negaron la vigencia de la vanguardia a partir de los años treinta en su práctica poética. Las dos generaciones siguientes confirmaron el repliegue al devolver a la poesía el verso medido, las referencias mitológicas y fabulosas, una elocuencia elevada de estructuras tradicionales, entre otros aspectos. Recién en la década de 1950 se afianzarían los grupos surrealista e invencionista, cuyos jóvenes integrantes reivindicarían la poética rupturista de Girondo y este, a su vez, experimentaría la seguridad necesaria para llevar a cabo su proyecto más radical, En la masmédula.
En verdad, atender a la distancia temporal entre el abandono del barco vanguardista de sus coetáneos y la aparición de una nueva generación que reivindicó la experimentación permite advertir que su radicalización, más que un gesto a contracorriente, fue el resultado de un proceso de reflexión y maduración en relación con el devenir de las figuraciones de lo poético de la época, a las que Girondo no fue ajeno y que de un modo u otro influyeron en su producción. Resulta preciso, como práctica crítica, enfocar el estudio de esta poética y otras considerando la interacción con un contexto discursivo que la incide y al que contribuyó a conformar, y no como una ruptura individual y aislada atribuida sólo al talento del poeta, que queda fuera de discusión aquí. Básicamente, porque la producción de una literatura se debe sin duda a capacidades personales, pero siempre en relación con la constitución de un lenguaje en condiciones materiales e históricas específicas. Tal proceso se lleva a cabo como elaboración colectiva, tanto en los términos más amplios de una comunidad dialectal, como particularmente en el subconjunto de los escritores e intelectuales de una época –los talentosos y los no tanto–, quienes confeccionan el repertorio de las innovaciones y el de los lugares comunes que conviven en el discurso literario de un momento en un lugar.
En este sentido, como explica Michel Foucault, dado que tanto un libro como el conjunto de una obra poética se recortan de una red de relaciones intertextuales, es decir, de ese repertorio del discurso literario de una época, la unidad de sentido que implican sería relativa y estaría constituida por una operación de interpretación. Tener en cuenta esto permite, para este teórico, desarmar estas categorías que, como autor, tradición e influencia, desarrollo y evolución, mentalidad o espíritu, anclan la continuidad histórica y obturan la reflexión crítica, dado que se autorremiten. Desligarse de los relatos de la continuidad histórica, parece una tarea compleja y no puede lograrse por una sustitución de esos términos por otros, que muchas veces sirven para modificar la mentalidad crítica, pero otras se convierten en eufemismos. La abolición de esas categorías homogeneizadoras necesita hacerse desde una práctica crítica que deje a un lado el deslumbramiento por las figuras individuales y las retome como parte de un entorno discursivo específico con el cual interactúan. En el caso que ocupa este artículo, es preciso considerar el recorte de la producción de Girondo en relación con el proceso de instalación en el discurso literario de la conciencia de que la poesía ya no era un idioma sagrado que hablaba de cuestiones ajenas a lo cotidiano, así como la práctica de un lenguaje poético llano, conciso, inesperado que legó la vanguardia.

Una épica de la autocrítica

Casi tan extensa como la fascinación por su ironía, por su perspectiva aplanadora de las diferencias o por su lenguaje metonímico, ha sido la seducción que ha causado en la crítica el intento por develar el misterio de un Girondo telúrico. En efecto, la composición de Campo nuestro (1946), muy apartada del estilo experimental de sus trabajos anteriores, ha dejado perplejos a sus exégetas de todas las generaciones, que explicaron este texto como un hiato en su obra (Pellegrini, Molina; Perednik) o una interrupción de su proyecto vanguardista que descartaba su potencial de ruptura (Schwartz, “Ver/Leer”) y explotaba el tono de plegaria vinculada a la tradición y la religión católica (de Nóbile, Rodríguez Pérsico). Otras interpretaciones, por el contrario, lo consideraron una experimentación (Muschietti, “Oliverio Girondo y su tienda nómade”), el intento de desarticular los discursos nacionalistas por la vía de su mismo lenguaje (Masiello), una transición entre el ejercicio de una poesía visual y la explotación rítmica (del Corro; Masiello), etc. Estas lecturas contradictorias exponen la necesidad de comprender más cabalmente la emergencia de este texto en el conjunto de su obra mediante su contextualización textual y discursiva, esto es, el modo en que Girondo anticipa su poética en Interlunio junto con el estado del discurso vanguardista y poético del momento.
Probablemente, no haya prueba más contundente de que la vanguardia se hallaba en pleno repliegue durante la década de 1930 que un Oliverio Girondo narrador. Es que la mayor parte de sus recursos típicamente vanguardistas tienen un fuerte anclaje en las posibilidades que le daba la poesía: las escenas instantáneas que capturan sus composiciones en un bosquejo de trazos rápidos, tal como recomendaba la poética baudeleriana, junto con un lenguaje metonímico aferrado a su materialidad (Schwartz, Vanguardia y cosmopolitismo), son imposibles de plasmar en un relato. La narración requiere continuidad y por eso entorpece el ejercicio del rasgo fragmentario que caracteriza casi toda su producción (Antelo). Interlunio, en cambio, explota el extrañamiento a partir de recursos propios de la narrativa, conserva la fuerte crítica social de los textos anteriores y, a la vez, anticipa el viraje en la poética girondina.
Además de interrumpir el hábito del verso o de la prosa poética de las producciones de Girondo, y de insistir en la combinación de texto e imagen con los sugerentes grabados de Lino Enea Spilimbergo5, el texto se centra en el drama obsesivo de un personaje abatido que, atormentado por los ruidos de la ciudad, huye por las noches al campo en busca de sosiego. Durante uno de esos paseos reconoce a su madre en la visión de una vaca que habla y que le señala su frivolidad, su vida errante, su carencia de compromiso, errores por los que ha quedado desamparado en la vida. Se trata de un europeo inmigrante, cuyo padre dilapidó la fortuna familiar, por lo que terminó miserable y pusilánime, viviendo del “mangueo” o la “sangría” a los amigos, características expuestas con la sorna de la artificialidad y la decrepitud.
Esta contra-épica o épica de la ruina, en apariencia un relato poco problemático, plantea ciertas metáforas dicotómicas en las cuales el narrador toma partido por uno de los términos y en las que pueden leerse ciertas preocupaciones que explican la “huida hacia el campo” de la poética girondina. La primera dualidad que se expone es la de una Europa pestilente, sembrada de muertos, representada por el personaje principal (“Europa es como yo –solía decir– algo podrido y exquisito”), mientras en Argentina “se puede galopar una vida sin encontrar más muerte que la nuestra” (Girondo, Interlunio 118-119). Esa carencia de muertos es, sin duda, una escasez de historia, un grado cero desde donde puede comenzar a construirse: “En la ciudad, la vida no es menos libre. Por todas partes corre un aire de improvisación que nos permite ensayar cualquier postura. […] ¡La esperanza dispone de tantos terrenos baldíos!” (119). Este comienzo desde cero reconoce la falta de una tradición con la cual romper, el primer gesto que requeriría una vanguardia que problematiza la noción instituida de arte, por lo que muestra una consciencia sobre la artificiosidad de estos movimientos de este lado del mapa o, por qué no, la vacilación sobre su completa imposibilidad.
Además, la toma de partido por lo americano fresco por sobre lo europeo putrefacto implicaba un cambio en su poética porque, si bien en el manifiesto de Martín Fierro de 1924 ya hablaba de la necesidad de reconocer “el aporte intelectual de América, previo tijeretazo a todo cordón umbilical”, mantenía allí la ironía dandy de continuar sirviéndose “de un dentífrico sueco, de unas toallas de Francia y de un jabón inglés” (AAVV 77). A principios de los años cuarenta, en cambio, Europa olía mal para Girondo y no había agua de colonia importada que lo solucionara. Un par de años después de Interlunio, en Nuestra actitud ante el desastre (1940), donde reclama con tono serio y comprometido una verdadera emancipación cultural y económica de una Europa sumida en la catástrofe del odio y el crimen, replica la metáfora que expone una confidencia personal oculta en la generalización: “Si hasta ayer se encontraban personas cuya adhesión a Europa las hubiera llevado a «plagiar el desastre», hoy cada cual comienza a comprender, de acuerdo con su sensibilidad olfativa, que urge apartarse de ella antes de que llegue a un estado de completa descomposición” (327).
En contraste, la opción por una América fresca y promisoria se divide a su vez en Interlunio en una dicotomía frecuente: la ciudad y el campo, cuyo límite es un corte abrupto, sin zonas intermedias u orillas, una construcción opuesta a la de Borges, pero que fundamentalmente distingue Buenos Aires de las ciudades europeas:

Cuando el tranvía se detuvo para emprender el regreso, me sorprendió encontrarme en los suburbios.
Las capitales europeas carecen de límites precisos, se amalgaman y se confunden con los pueblos que las circundan. Buenos Aires, en cambio, en ciertos parajes por lo menos, termina bruscamente, sin preámbulos. […] de pronto: el campo, un campo tan auténtico como cualquiera. Parecería que el arrabal no se animara a distanciarse del adoquinado (Girondo, Interlunio 121).

El puente que comunica el mundo urbano y el rural es, sugerentemente, el tranvía, símbolo de la poética girondina. La ciudad, ámbito predilecto hasta Espantapájaros (al alcance de todos) (1932), es aquí el lugar del ruido que produce horror al personaje, espacio del corte y el desorden, de lo impredecible, la frivolidad y el engaño; mientras el campo es el lugar de la continuidad, de la fantasía y el sueño, pero también del orden, la plenitud y lo predecible y, fundamentalmente, donde se manifiesta la conciencia moral. En uno de sus paseos, el personaje advierte la irresponsabilidad de su vida disipada a través de una vaca surrealista, que le dice6:

—¡Hubieras podido ser tan feliz!... Eres fino, eres inteligente y egoísta. ¿Pero qué has hecho durante toda tu vida? Engañar, engañar… ¡nada más que engañar!... Y ahora resulta lo de siempre; eres tú, el verdadero, en único engañado. ¡Me dan ganas de llorar!... ¡Desde chico fuiste tan orgulloso!... Te considerabas por encima de todos y de todo. De nada valía reprenderte. Crees haber vivido más intensamente que nadie. Pero, ¿te atreverías a negarlo?, nunca te has entregado. ¡Cuando pienso que prefieres cualquier cosa a encontrarte contigo mismo! ¿Cómo es posible que puedas soportar este vacío?... ¿Por qué te empeñas en llenarlo de nada? (Girondo, Interlunio 123).

El reproche bovino tiene un tono de autocrítica reforzado por el personaje principal, que agrega: “Y lo peor es que la vaca, mi madre, tiene razón. Yo no soy, ni he sido nunca más que un corcho. Durante toda la vida he flotado, de aquí para allá, sin conocer otra cosa que la superficie” (123). Más allá del rasgo paródico de la escena, la contrición por la frivolidad, el engaño, la soberbia, pueden interpretarse como una autocrítica a la ironía y la superficialidad de su poética vanguardista, que le ha impedido elaborar una poesía de profundidad dramática, que permita encontrarse consigo mismo. Pero también, el juicio va más allá y recrimina el hecho de no haber trabajado la identidad nacional, tal como habían hecho Jorge Luis Borges, Ricardo Güiraldes y todo escritor con una poética fuertemente entramada con la tradición. Este último alcance de la crítica se encuentra reforzado porque el reproche proviene de lo profundo del campo, símbolo de esa identidad, y por boca de una vaca, ícono de la cultura campera argentina7.
En Nuestra actitud ante el desastre expresa directamente la necesidad de centrarse en esa identidad:

ha llegado el momento de olvidar toda preocupación extranjera para ocuparnos de nuestros problemas y ser, de una vez por todas, nada más que argentinos. […] Acostumbrados a vivir bajo la fascinación de lo europeo, la mayoría es incapaz de comprender las posibilidades que esta reacción implica” (327).

Se trata del mismo Girondo que décadas atrás describía postales indolentes sobre Europa en su Veinte poemas; o tal vez no era exactamente el mismo: algo había cambiado, por lo menos, en su apreciación. Una vez estallada la Segunda Guerra Mundial, e incluso con anterioridad a causa del avance del fascismo o de la Guerra Civil Española, el rol del viejo continente como referente cultural e impulsor de novedades estaba puesto en duda, mientras se mostraba como el escenario de la barbarie8. Además, el aire de tragedia no daba lugar a pasatiempos experimentales. Así lo manifestaba la poesía que estaba en boga en ese momento: el neorromanticismo de la generación del cuarenta infundía un tono de solemnidad a sus versos elegíacos, que lamentaban el tiempo de ruina y añoraban el esplendor pasado:

Todo es triste en un mundo lleno de confusión y de violencia. Ahora no basta el recuerdo de los poetas amados leídos sobre la suave hierba (“Editorial”).

Nosotros somos graves, porque nacimos a la literatura bajo el signo de un mundo en que nadie podía reír. De ahí, pues, que casi toda nuestra poesía sea elegíaca (Benarós).

Los jóvenes del 40 no están para bromas: actúan en serio, muy en serio, y por eso, en cambio, el brulote se maneja desaprensivamente […]. Tienen una disculpa: la poca edad, la vehemencia y, sobre todo, que no lo hacen por jugar, por pasar un buen rato a costa del prójimo o del colega. Actúan con una terrible seriedad: son los infantes serios y terribles (Soler Cañas).

En verdad los cuarenta fueron años en los que no había lugar para el humor en la poesía; la ironía y la frivolidad que en los años veinte habían inundado muchos de los textos de la revista Martín Fierro formaban parte de lo que no podía decirse dos décadas después9, tal vez, porque la conciencia destructiva de la guerra no hacía lugar a bromas10; el texto de la portada de Disco n° 1 (1945) se lamenta “¡Oh sol, cómo te atreves a iluminar esta tierra de crímenes!”. En su lugar, planteaban una retórica alta y elocuente, donde el individualismo se convertía en un elevado valor humano, la subjetividad era puro sentimiento (Giordano) y la literatura era el único espacio de perduración frente a la caducidad de lo real, de preservación del mito, como una versión de la historia protegida de la corrosión del tiempo, lo cual también era un desborde si se compara con la economía lingüística que la experiencia bélica directa había producido en poetas como Paul Celan (Badiou) o Giuseppe Ungaretti.
En ese contexto discursivo de la poesía, las formas vanguardistas eran un derroche fuera de lugar. La propia producción girondina se permearía de esa atmósfera. Si bien en Interlunio la autocrítica conserva todavía la forma irónica y se expresa con los recursos experimentales de la vanguardia, al colocarla en consonancia con el artículo posterior, Nuestra actitud ante el desastre, se advierte la inquietud por generar una poética “seria” y reflexiva, entroncada con la identidad nacional y escindida de cualquier aspecto europeizante. Como ha puntualizado Raúl Antelo, Interlunio es un puente pero también, y de manera más compleja, muestra la vacilación y las incertezas, al tiempo que anuncia el viraje hacia formas en las cuales, como en seguida se verá, Girondo procura tomar distancia de la vanguardia. O mejor, tal vez sea la ocasión donde todavía no se advierte la transformación, no se divisa la luna nueva, pero se revela su preparación.

El repliegue de la experimentación

El viraje en la poética es más claro en el siguiente libro, Persuasión de los días (1942), donde no hay lugar para la parodia, la ironía queda relegada –con excepción de algunos poemas del apartado “Embelecos”– y la centralidad de los objetos o de los sujetos objetivados que aparecían en sus primeros tres poemarios (Schwartz, Vanguardia y cosmopolitismo) deja lugar a una subjetividad más reflexiva y circunspecta, que sólo de a momentos logra jugar un poco, aunque muy lejos de los pasatiempos para ser leídos en el tranvía. En su lugar, puede encontrarse nuevamente cierta autocrítica, esta vez, con tono crispado, como en este caso, donde la ironía cobra visos de resentimiento:

Aquí estoy,
¡Azotadme!
Merezco que me azoten.

No lamí la rompiente,
la sombra de las vacas,
las espinas,
la lluvia;
[…]
No me postré ante el barro,
ante el misterio intacto
del polen,
de la calma,
del gusano,
del pasto;
por timidez,
por miedo,
por pudor,
por cansancio.
No adoré los pesebres,
las ventanas heridas,
[…]
sin restricción,
de hinojos,
entregado,
desnudo,
con los poros erectos,
con los brazos al viento,
delirante,
sombrío;
en comunión de espanto,
de humildad,
de ignorancia,
como hubiera deseado…
¡como hubiera deseado!
“Azotadme” (130-131)

El reconocimiento de la falta por no haberse entregado a la adoración de la naturaleza o de los motivos rurales en su poesía anterior oscila sugerentemente entre una expresión de culpa por la que se justifica (“por timidez / por miedo / por pudor”) y tonos de descalificación apenas insinuada de esa misma postura poética (“en comunión de espanto, / de humildad / de ignorancia”); tampoco falta cierta ironía que puede leerse a contrapelo en la mención a las vacas como símbolo de lo convencional argentino o el término “lamí”. Esto tiene continuidad en el arrepentimiento, menos irónico, por no haber atendido a lo simple y haberse distraído con la urbe infecta:

Allí están,
allí estaban
las trashumantes nubes,
la fácil desnudez del arroyo,
la voz de la madera,
los trigales ardientes,
la amistad apacible de las piedras.
[…]
¡Pero no!
Nos sedujo lo infecto,
la opinión clamorosa de las cloacas,
los vibrantes eructos de onda corta,
el pasional engrudo
las circuncisas lenguas de cemento,
los poetas de moco enternecido,
los vocablos,
las sombras sin remedio.
Y aquí estamos:
exangües,
más pálidos que nunca;
[…]
“Testimonial” (135)

Aunque “poetas de moco enternecido” y “más pálidos que nunca” sugiera cierto sarcasmo sobre el lamento típico del neorromanticismo, que a veces se volvía lacrimoso y elevaba el ideal poético hacia una solemnidad de panegírico, no hay nada en el resto del libro que permita interpretar una verdadera crítica, como podría esperarse de un autor plantado en el modo vanguardista de concebir la poesía. Por el contrario, el tono general es de reflexión y contrición, que en ocasiones asume la forma de disculpa y arrepentimiento por su actitud frívola del pasado, centrada en la contingencia.
El siguiente paso en el repliegue vanguardista sería la ya mencionada composición dedicada al campo, donde procura desarrollar versos y metáforas ligados al modelo clásico. En efecto, Campo nuestro (1946) procura sin éxito elevar “el campo a la condición de mito” (Schwartz “Ver/Leer” 434) a través de figuras que equiparan el campo al mar, al cielo, a un desierto de silencio que se destaca por el estatismo y la ausencia de vida: “En lo alto de esas cumbres agobiantes / hallaremos laderas y peñascos, / donde yacen metales, momias de alga / peces cristalizados” (Girondo 210). Es en todo caso un espacio pre-mítico, previo a toda narración: “Fuiste viva presencia o fiel memoria / desde mi más remota prehistoria” (210), un campo-todo o campo-nada que precede a la vida y al sentido (“aunque tu inmensa nada lo sea todo”, 212). Por lo tanto, no hay aquí mito (Schwartz, “Ver/Leer”) ni “nacionalismo rural”; tampoco alcanza un “espíritu religioso” (Rodríguez Pérsico 398), aunque diga “ante todo, campo: padre nuestro” (Girondo 212) o lo llame “campo eucarístico” (214).
Se trata más bien de un espacio metafísico, que procura construir como un no-lugar amorfo pre-vital, cuyo origen es marítimo, donde busca el sentido y el ritmo: “Ritmo, calma, silencio, lejanía… / hasta volverte, campo, melodía” (208); “Al galoparte, campo, te he sentido / cada vez menos campo y más latido” (209); “Galopar. Galopar. ¿Ritmo perdido? / hasta encontrarlo dentro de uno mismo” (211). Pero también es un no-lugar en relación con los espacios urbanos y el carácter vanguardista de su poesía anterior. Aquí no hay ironía sino un intento de trascendencia, que fracasa a causa de metáforas que no cobran la fuerza necesaria y que parecen impostadas, y del ejercicio de cierta métrica tradicional, con endecasílabos y heptasílabos combinados, que no terminan de fraguar:

Tienes, campo, los huesos que mereces:
grandes vértebras simples e inocentes,
tibias rudimentarias,
informes maxilares que atestiguan
tu vida milenaria;
y sin embargo, campo, no se advierte
ni una arruga en tu frente (207).

El texto tampoco logra un genuino acercamiento a la gauchesca y sus recursos, dado que no explota los tópicos vinculados a la patria más allá de un escenario campestre que lucha sin éxito por alcanzar espesor lírico: el campo no cautiva ni despierta la veta poética girondina, cuya naturaleza específica es definitivamente la ciudad y lo urbano11.
En definitiva, Girondo ensaya una resolución a su autocrítica en este texto con una poética seria, sin parodia e ironías, con elementos de la identidad nacional, pero cuidándose permanentemente de no caer en el nacionalismo, que se encuentra completamente disociada de los elementos europeizantes de la vanguardia. La prueba de que responde a la abjuración transitoria de la experimentación que plantea en Interlunio son dos referencias a ese texto:

Me llamaste, otra vez, con voz de madre
y en tu silencio sólo hallé una vaca
junto a un charco de luna arrodillada;
arrodillada, campo, ante tu nada (211).

[…]

Gracias, campo, por ser tan despoblado
y limpito de muertos,
que admites arriesgar cualquier postura
sin pedirle permiso a los espectros (215).

La vaca, esta vez, no habla ni tiene rasgos surrealistas; es una vaca trivial que reproduce en su estatismo la nada metafísica del desierto campestre. Por eso, tampoco enuncia una crítica: ha sido devuelta a su papel como símbolo de lo nacional despojada de personificaciones desopilantes; su sola presencia interpela la poética. La referencia a la ausencia de muertos es casi textual de Interlunio. Con esto, Girondo señala nuevamente la futilidad de una postura vanguardista allí donde no hay nada que rendirle a los muertos y su tradición. Sin embargo, esa negación del pasado responde a una operación que desarma el mismo texto: aunque el poema procure eludir la tradición gauchesca, la referencia al campo la evoca inevitablemente.
Persuasión de los días y Campo nuestro son, por lo tanto, dos poemarios de repliegue o, incluso, de negación de la vanguardia, que responden a la autocrítica enunciada en Interlunio, un paréntesis narrativo en su poesía. Podría pensarse que esa negación responde también a la voluntad de rechazar cualquier rasgo europeizante, tal como expresa en Nuestra actitud ante el desastre, donde manifiesta una evidente permeabilidad hacia los discursos nacionalistas pero que, fundamentalmente, muestran un cuestionamiento de Europa como paradigma cultural:

Nuestro profundo hartazgo por Europa nos impulsó, hace ya varios años, a sugerir la conveniencia de dirigirle un saludo expresivo y recogernos, momentáneamente, dentro del cascarón.
Justificaban este retraimiento malhumorado –entre muchas razones– dos apremios gemelos: el de impedir que nos contagiara el odio que la carcome y el de palpar la topografía de nuestro cerebro y de nuestro suelo, hasta hallarnos en condiciones de cumplir, con dignidad, nuestro destino.
[…] de nada vale saber lo que sucede en Europa y percibir que su decrepitud le ha impedido adaptarse a las exigencias del mundo moderno (328-329).

En su ya clásico artículo “Poesía argentina entre dos radicalismos”, en el que analiza el desarrollo de la poesía en nuestro país desde principios de siglo XX hasta los años sesenta en relación con la transformación política y social, Noé Jitrik señala el aislamiento del público de la generación del 40, que desperdició, según su óptica, un momento fundamental para revertir la disgregación con este tipo de manifestación, porque los poetas no supieron expresar “el nuevo modo vital del país” (9). En un contexto parecido coloca a la vanguardia de la época, como “una resultante de la crisis que viene carcomiendo la poesía argentina y significa un alto, un momento de autoconsideración” (10), que se vivió como un repliegue para elaborar una expresión nacional con la esperanza de recuperar posteriormente la función comunicativa del lenguaje poético.
De algún modo, este periodo de la poética girondina, que coincide temporalmente con la época que describe Jitrik, está signado también por una autoconsideración, un ejercicio de reflexión de la producción propia que sin duda se encontraba guiada por los discursos vigentes en relación a lo poético. No sólo habían cambiado los tiempos, como bien advierte el crítico, sino que también se trataba de un momento de cristalización de un nuevo lenguaje social, conformado luego de un largo proceso de transformación lingüística dada por la inmigración, por los procesos de consolidación de la identidad nacional y por la reciente experiencia del peronismo12. Por lo tanto, analizado en relación a ese entorno discursivo, resultan menos extraños estos ejercicios de Girondo que evidencian un repliegue de la vanguardia y un momento donde estaba ensayando nuevas formas y reelaborando el lenguaje poético, tal como lo harían sus contemporáneos más jóvenes, bajo un nuevo impulso vanguardista que lo empujaría también.

Una gesta de grupo

El libro de viajes o memorias con un tinte épico que Marechal le pide a Girondo en su reseña de 1937 sería cumplido por él mismo una década después con su Adán Buenosayres (1948). A pesar de haber tenido la intención de completar un volumen titulado Diario de un salvaje americano (Muschietti, “Diario”), Girondo no volvió a escribir narrativa; más aun, cualquier tono épico le resultaba impracticable. Porque si bien su poética podía elaborar una reconsideración y volverse reflexiva o, incluso, alcanzar una profundidad metafísica, ya había desplegado su poder corrosivo de desarticulación de jerarquías. La ruptura de la subordinación del objeto al sujeto o la crítica a la moral burguesa que había ejercido en sus poemas de los años veinte y treinta (Schwartz, Vanguardia y cosmopolitismo), entre otras operaciones, constituían no sólo recursos estilísticos, sino dispositivos discursivos que alteraban las normas que regulaban aquello considerado poético (Foucault) y de los cuales no podía desertar. Es decir, a diferencia de algunos de sus compañeros martinfierristas, esas operaciones habían sido genuinas y efectivas, y no meros juegos lingüísticos o gestos de legitimación en el campo literario de los que hubiera podido abjurar (Ledesma; Sarlo)13.
Por eso, a pesar de que una vez clausurada la primera oleada vanguardista se restauraron muchas de las normas tradicionales y la solemnidad volvió a inundar la poesía, difícilmente su poética podría reponer las palabras encumbradas o el tono altisonante que requiere una aventura heroica como la que pedía Marechal. Como se ha observado aquí, se le escapaba la ironía, o bien no lograba la eficacia en la expresión, al tiempo que le resultaba imposible desactivar el punto de vista horizontal, que desarmaba jerarquías y difuminaba los claroscuros románticos; de modo que la manera vanguardista de concebir el mundo le era propia. La producción de Marechal pareció adaptarse mejor a una época en la que no había lugar para las transgresiones alborotadas de la vanguardia, a la vez que aprovechó los cambios ya asimilados.
La poética de Girondo, por el contrario, se vio descolocada o paradójicamente corrida de su centro descentrado en tiempos que requerían un respiro en el ritmo de transformación, y cuyos discursos nacionalistas permeaban sus ideas e interpelaban sus producciones. O también podría pensarse que procuró adecuarse sin demasiado éxito al tono de la época, en caso de que se aborde el problema en un corte sincrónico para evitar la ordenación de los textos bajo la lógica de una obra de autor (Foucault; Perednik). Sin embargo, la suspensión de la experimentación sería pasajera, en gran parte también por un cambio discursivo en el modo de concebir lo poético: se avecinaba un tiempo en el cual la renovación sería definitiva y ya no habría vuelta atrás14. En efecto, si Espantapájaros sólo pudo encontrarse con su lector modelo a partir de los años sesenta (Muschietti, “La fractura ideológica”), fue por un proceso de transformación de las figuraciones de lo poético, de actualización de los modos de leer y de reconsideración de la función de la poesía, que únicamente pudo ponerse en práctica a partir de un segundo momento vanguardista que se dio desde mediados de los años cuarenta, en el cual Girondo tuvo una actuación de precursor y promotor.
En 1944, algunos poetas y pintores jóvenes conformaron el grupo concretista-invencionista, que pronto se definió como vanguardia, al plantearse como una versión latinoamericana del arte concreto de Theo Van Doesbourg, que a partir de la década de 1930 había alcanzado en Europa una síntesis de los movimientos constructivistas con su abstraccionismo geométrico. En poesía, el movimiento argentino declaró a través de las teorizaciones de Edgar Bayley la influencia del creacionismo huidobriano y propuso en sus comienzos elaborar objetos artísticos autónomos de la realidad y no representativos. Para eso, practicaba en sus poemas una ruptura radical de la lógica semántica del lenguaje cercana en sus resultados al surrealismo, pero con una diferencia fundamental: el uso de la razón, en lugar del inconsciente, para provocar asociaciones imposibles de palabras, que hicieran estallar el sentido y exponer la materialidad. Era algo así como un surrealismo a contrapelo que violentaba el lenguaje de forma deliberada (Bayley). El invencionismo evolucionaría hacia la elaboración de un estilo más comunicativo a lo largo de los números de poesía buenos aires durante la década de 1950.
De forma paralela aunque menos aglutinada, otro grupo de poetas estaba reivindicando el surrealismo. El interés de Enrique Molina, en confluencia con el pionero Aldo Pellegrini y algunos jóvenes entre los que se destacaban Francisco Madariaga y Olga Orozco, hizo que esta corriente se afianzara por primera vez en la poesía argentina15. Girondo comenzó a vincularse con esta nueva generación vanguardista, que rescataba sus rupturas pasadas y difundiría las próximas. Surrealistas e invencionistas participaban de las particulares veladas en su casa donde, además de compartir la mesa, generaban una sociabilidad común de apoyo a la experimentación. Entre otros, allí solían encontrarse Enrique Molina, Edgar Bayley, Carlos Latorre, Julio Llinás, Francisco Madariaga, Olga Orozco, Aldo Pellegrini, Mario Trejo y Alberto Vanasco (Páez).
Es conocido que Girondo promovió sus iniciativas mediante la subvención de revistas como Ciclo y Letra y Línea (Wenner). Pero además, la conformación de “nuestro pequeño grupo surrealista […], [por el] que nos convertimos, con el tiempo, en los más íntimos” (Pellegrini) le permitió legitimar definitivamente su experimentación16. Fueron estos poetas, a través de sus publicaciones periódicas, quienes conformaron la figura heroica de un Girondo vanguardista a ultranza –o a pesar de todos los avatares señalados aquí–, lo que favoreció la recepción de En la masmédula. Así compone Pellegrini su colocación en el centro del rebrote surrealista:

La poética moderna rechaza la simetría, sustituyéndola por la adopción de un equilibrio inquietante: no es el desorden sino el orden autónomo […] que no reduzca sino realce la línea de la exaltación poética.
La nueva poesía de Girondo está situada en la corriente de esta evolución fatal. Se encontró en un momento en que la carga de sus contenidos o admitía la valla de las convenciones idiomáticas […] o rompía con ella. Sin quebrar la unidad espiritual que significa toda su obra anterior, ha dado el paso decisivo. […].
Oliverio Girondo, que hace ya muchos años diera el golpe de gracia al esteticismo barato en nuestro país con su «20 poemas para ser leídos en el tranvía», afirmó en su obra posterior, fuerte, antidecorativa, viril y poéticamente actual, una solitaria posición de vanguardia en el seno de una generación que traicionó sus propósitos iniciales (653-654).

Nótese que Pellegrini advierte el momento de incertidumbre, pero rápidamente lo reconfigura como un instante de vacilación natural, sin importancia, previo a un paso trascendente. Unos años más tarde, en 1956, Raúl Gustavo Aguirre, introduce sus poemas en la revista poesía buenos aires:

Oliverio Girondo (Buenos Aires, 1891) es uno de los primeros poetas que en nuestro país se rebelan contra el modernismo rubendariano […].
Esta rebeldía está, por otra parte, de acuerdo con la vivacidad espiritual y el claro sentido de la función interrogadora de la inteligencia que son la permanente característica personal de Oliverio Girondo, tal como se revela en la trayectoria que va desde los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), hasta En la masmédula (1954), pasando por Calcomanías (1925), Espantapájaros (1932), Interlunio (1938) y Persuasión de los días (1942).
Es decir, un lapso de más de treinta años, durante los cuales Oliverio Girondo ha permanecido fiel a la idea de la poesía como una búsqueda inquieta y permanente, de la solvencia expresiva […]
Fue uno de los principales animadores de la revista Martín Fierro, de cuyo espíritu renovador sigue siendo quizás el único representante, ahora que tantos de sus colaboradores de antaño se han retirado hacia el prudente clasicismo o el sillón académico. Lo prueba ese inconformismo, ese constante batallar contra la perversión de la poesía (Aguirre 14; énfasis en el original).

Sugerentemente, Aguirre elimina de la “trayectoria rebelde” Campo nuestro; Pellegrini tampoco lo menciona; ninguno distingue la diferencia de tono de Persuasión de los días en relación con sus otros poemarios. Ambos colocan a Girondo como un precursor solitario e inconformista, que se recorta de su generación y que es consecuente con su postura. Este tipo de operación “apuntala la imagen de «eterna juventud»” (Páez) que reforzaba una irreverencia vanguardista permanente y que, a la vez, permitía relacionarlo con la nueva generación.
De modo que, poco antes de hallar un público, Girondo encontró un grupo de pertenencia que no sólo acogió sus experimentaciones, sino que realizó las operaciones que dieron a En la másmédula un ámbito propicio para su recepción. Este hecho no es azaroso: la sociabilidad de grupo autoriza la experimentación de una vanguardia mediante el aval de sus miembros, al tiempo que garantiza la legitimidad hacia afuera. Si estos movimientos pusieron a prueba lo que se consideraba arte en una época dada, únicamente pudieron hacerlo porque su carácter colectivo validaba como tal eso que no era considerado artístico por las instancias que tradicionalmente avalaban como tal una obra. Sin duda, Girondo encontró sus interlocutores en una nueva generación vanguardista y esto fue el trasfondo que avaló la audacia para escribir su obra más radical; luego, las transformaciones operadas sobre el ideal de lo poético en la década de 1950 permitieron que fuera valorada ampliamente recién una década después (Muschietti 2009; 1989).
El hecho de que el autor de Veinte poemas haya atravesado una etapa de negación o duda con respecto a la vanguardia no invalida la idea de que haya permanecido en un “estado de experimentación” constante. Por el contrario, se puede pensar que su iniciativa de indagación lo haya llevado a buscar en todas las posibilidades, en lugar de mantenerse en un empecinamiento ciego o ingenuo; o bien que su incapacidad de responder y de adaptarse a épocas poco receptivas a la innovación, a pesar de sus vanos esfuerzos por adecuar su producción de manera efectiva, muestra la persistencia de la transgresión en su poética, que termina de ratificar al final, probablemente, gracias a un clima de revalorización de la vanguardia.
Aunque esto desdibuje el gesto heroico de ir permanentemente contra la corriente, el hecho de pensar su vanguardismo como un proceso reflexivo que no estaba ajeno a las ideas de su época permite tener una idea más amplia no sólo de su poética, sino de los procesos discursivos que guiaron el devenir de lo poético durante el siglo pasado. Como la negación cristiana que reafirma la creencia, o la antítesis hegeliana que genera una tensión que vivifica la idea, la vacilación que se advierte en Persuasión de los días y Campo nuestro expone la contradicción de una poética que, justamente por su carácter incierto, se revela absolutamente experimental.

Notas

1 Aunque el proceso de escritura de la primera novela de Marechal había comenzado en 1929, se publicó poco más que una década después que el relato de Girondo, en 1948. Podría pensarse que en el momento en que escribe la reseña se encontraba no sólo en pleno proceso de escritura de la novela, sino también en vías de transformarse en narrador, de allí que valorara el paso dado por su antiguo compañero de la revista Martín Fierro.

2 Frecuentemente la crítica argentina dividió en generaciones que se oponen unas a otras a los grupos de poetas, considerando el momento de su consagración, lo cual a menudo tornó arbitraria la categorización. Lejos de constituir grupos homogéneos, en general, responden a conjuntos amplios e, incluso, a poéticas divergentes. Como bien señala Carlos Giordano, esta costumbre responde a las nociones de proceso y cambio, propias de una historiografía de la literatura que necesita de ciertas generalizaciones, pero también está vinculada a la vigencia y la amplia adscripción de la crítica argentina a las nociones de José Ortega y Gasset y su teoría de las generaciones literarias. En el caso de los poetas de 1930 o “los novísimos”, se destacan Ignacio B. Anzoátegui, Alberto Franco y Arturo Cambours Ocampo, su principal promotor (Salazar Anglada). Una particularidad de la generación del cuarenta fue que los propios poetas se reconocieron como generación, aun antes de que la crítica los tomara como tal (véase Soler Cañas 1981; Zonana 2001). Sin embargo, se trató de un conjunto tan numeroso como heterogéneo, que incluyó la tendencia neorromántica (Antonio Requeni, Juan Rodolfo Wilcock, Silvina Ocampo, Antonio Porchia, Joaquín Gianuzzi, Alberto Girri, etc.), a los poetas properonistas (Oscar Aguirre, José María Castiñeira de Dios, Raúl Aráoz Anzoátegui, Eduardo Jorge Bosco, etc.) y a los vanguardistas (Edgar Bayley, Juan Carlos Lamadrid, Enrique Molina, Olga Orozco, Mario Trejo, etc.). Aunque contingente, la separación en generaciones ha permanecido como un modo de organizar esta amplia profusión de poetas e incluso continúa cuando agrupamos a los actuales en categorías como “poesía de los 90”.

3 Dice Jauss: “Si creemos al historicismo riguroso cuando mantiene que lo nuevo in eventu acostumbra a sustraerse a la experiencia consciente y que sólo ex eventu, retrospectivamente, es reconocido como el límite entre lo que ‘ya no es’ y lo que ‘aún no es’, ¿no le quedará a la experiencia estética esa oportunidad, siempre confirmada, de apostrofar, frente a la experiencia histórica, la aparición de lo nuevo, de elevar a la conciencia las posibilidades que se anuncian, o incluso de dramatizar, como un nuevo comienzo o como un giro único […], ese cambio de horizonte todavía imperceptible?” (71).

4 Para una exposición pormenorizada de la vanguardia como “estética de umbral”, véase el capítulo 1 de mi tesis doctoral reunida en el volumen Volver a la vanguardia. El invencionismo y el movimiento poesía buenos aires (1944-1963). Madrid: Aluvión, 2016. El concepto hace confluir la idea de Jauss de “umbral de época” con el que Susan Buck-Morss le da a “«Estética» en el sentido original de la palabra de «percepción a través de la sensibilidad». […] Es la experiencia estética de la obra de arte (o de cualquier otro objeto cultural: texto literario, fotografía…) lo que cuenta en un sentido cognitivo” (82).

5 La versión original de Interlunio fue publicada en 1937 bajo el sello editorial Sur y contiene sobrecogedoras aguafuertes de Lino Spilimbergo. El mismo Girondo convocó al pintor para trabajar en su proyecto, que incluía las ilustraciones.

6 Si bien la figura de la vaca aparece en otros textos de Girondo como símbolo totémico (Molina) de la cultura campera argentina, el hecho de que aquí se presente de pronto y hablando complejiza su sentido y remite al símbolo que, por ejemplo, en Luis Buñuel, suele representar el tedio sexual y de la vida burguesa.

7 La escena no deja de ser irónica y guarda por eso cierta ambivalencia: recuérdese que el símbolo de la vaca es en el bestiario surrealista de Luis Buñuel símbolo del aburrimiento burgués y, asimismo, de la simpleza bruta de los campesinos.

8 Aquello que advierte Patricia Artundo en el campo de las artes plásticas en la primera posguerra es posible extenderlo a la atmósfera de la segunda: “Europa seguía actuando como un espacio de aprendizaje: ella no había perdido su carácter de repositorio cultural del mundo occidental, al tiempo que actuaba como puente de comunicación con culturas de otros tiempos y espacios. […] Sin embargo, el quiebre producido por la Primera Guerra Mundial determinaba que los calificativos de “Viejo Continente” o “Viejo Mundo” recibieran una carga semántica negativa: Europa era también lo “viejo” y lo “gastado”; ella se había manifestado incapaz de evitar la guerra y, en todo caso, de dar una respuesta vital ante esa circunstancia. […] En todo caso, eran los países jóvenes los que ofrecían una esperanza nueva y esta percepción era común no sólo a nuestros artistas, sino también a otros intelectuales, escritores y artistas europeos” (Artundo s.p.).

9 El clima social de una y otra época es diferente en Buenos Aires. Los años veinte estuvieron caracterizados por cierto bienestar económico y la apreciación de los salarios, que junto con la instauración del descanso dominical pago, generaron las condiciones para el apogeo de las actividades de esparcimiento, que iban desde el club social hasta los teatros del Centro. La crisis de 1929, o Gran Depresión, produjo una crisis económica con baja de salarios y aumento del desempleo que terminó con esas condiciones, las cuales no se reanimaron luego del golpe de estado ni durante toda la Década Infame.

10 Giordano da un paso más y afirma que esta poesía constituyó una interrupción en el proceso modernizador vanguardista, que se reiniciaría en los años cincuenta, esta vez, enriquecido por la experiencia neorromántica.

11 Sin duda, el mar también es un escenario que desencadena su poética, pero lo hace no en tanto escenario natural, sino en una lógica urbana, en la que ya ha avanzado la civilización: es la dinámica
social que pone en juego el ámbito citadino, aquello que despierta la poética más genuina de Girondo, tal como se reconoce en los poemas de Persuasión de los días.

12 Para ampliar la cuestión de la transformación lingüística y la relación con la modificación de las figuraciones de lo poético en Buenos Aires a mediados de siglo XX, véase el capítulo 2, “El fin de la elocuencia” de mi tesis doctoral “La vanguardia después de la vanguardia. El invencionismo y el movimiento poesía buenos aires (1944-1963)”. Una versión abreviada de ese capítulo se encuentra en Del Gizzo “El fin de la elocuencia”.

13 Otros casos de persistencia de una poética vanguardista son los de Nicolás Olivari y Raúl González Tuñón.

14 Hal Foster considera que son las vanguardias de mediados de siglo en adelante las que ponen en obra el proyecto vanguardista por primera vez y de forma definitiva: toma el concepto de Freud “acción diferida” para explicar que la neovanguardia constituye no una repetición a modo de farsa (como puede interpretarse a partir de Bürger y también si se la homologa a la revolución de acuerdo al texto de Karl Marx, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte), sino un acontecimiento que registra por primera vez y recodifica su antecedente en la vanguardia histórica, para recolocar su discursividad de forma definitiva.

15 El surrealismo en Argentina tuvo una expresión temprana en la revista Qué de 1928, editada por Aldo Pellegrini y un grupo de amigos, estudiantes de Medicina. Luego de sus dos números de tibia difusión, el movimiento no tuvo mayor repercusión. Dos décadas más tarde, la revista Ciclo (1948) reflotó su influencia, aunque no desde una perspectiva netamente surrealista, sino a partir de la difusión de un estilo moderno, que incluía varias corrientes; algo similar ocurrió con Letra y Línea (1953-1954). La primera revista que tuvo mayor acogida y que aglutinó un grupo de poetas identificados con el surrealismo fue A partir de cero (1952).

16 En el reportaje incluido en la reciente edición facsimilar de Letra y Línea (2014), Miguel Brascó se queja de cierta “actitud terrateniente” de Girondo, con un tono que parece revivir rencores del pasado, porque el poeta organizaba reuniones en su casa con ciertas reglas: “ibas un día acordado y todos eran poetas surrealistas. Si ibas otro día porque te había llamado, te encontrabas solo con apellidos de Palermo Chico” (Wenner 13-16). Por el contrario, estas reuniones exclusivamente poéticas pudieron haber favorecido ese “entre-nos” surrealista y literario, una confianza de amigos en sintonía que propiciaría la sociabilidad que se necesitaba para legitimar sus experimentaciones.

 

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Fecha de recepción: 29/10/2015
Fecha de aceptación: 24/08/2016