ARTICULOS

REVISANDO A GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA DESDE LA HISTORIA DE LAS MUJERES

REVIEWING GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA FROM THE HISTORY OF WOMEN

 

Natalia González Heras

Universidad Autónoma de Madrid


Resumen:

Este estudio lleva a cabo una revisión de la figura de la literata hispano-cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873), a partir de los presupuestos metodológicos correspondientes a la Historia de las Mujeres y el Feminismo, desde los que se ha venido abordando a la autora en las últimas décadas. Partimos de la hipótesis de la importancia que tiene analizar la producción escrita de esta literata, con la finalidad de conocer a la mujer que hay detrás de su autoría. Se busca penetrar en su biografía y en su obra mediante textos claves para la comprensión de su yo; utilizando la autobiografía y el epistolario que la escritora redactó destinados a Ignacio de Cepeda.

Palabras claves: Gertrudis Gómez de Avellaneda, autobiografía, epistolario, biografía, obra literaria, Historia de las Mujeres.

Abstract:

This study carries out a revision of the figure of the Hispanic-Cuban writer Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873), from the methodological approaches corresponding to the History of Women and Feminism from which this author has been analysed in the last decades. It starts from the hypothesis of the importance of analyzing the written production of this writer, in order to know the woman behind its authorship. It tries to penetrate her biography and her work from key texts for the understanding of herself; using for it the autobiography and the correspondence that the writer wrote destined to Ignacio de Cepeda.

Key words: Gertrudis Gómez de Avellaneda, autobiography, collection of letters, biography, literarywork, History of Women.


 

Introducción. Autobiografía y epistolario

La figura de la escritora Gertrudis Gómez de Avellaneda ha sido extensamente analizada desde perspectivas muy diversas. En estas páginas nos proponemos como objetivo principal llevara cabo una revisión del perfil de la autora bajo el prisma de la Historia de las Mujeres. Partimos de la hipótesis de la importancia que tiene analizar la producción escrita de esta literata, fundamentalmente la más ligada a su yo, en la que ella misma se define, con la finalidad de conocer a la mujer que hay detrás de su autoría. Mediante el estudio de su autobiografía y epistolario, ambos dirigidos al mismo destinatario, Ignacio de Cepeda, observamos el perfil feminista de la autora. Su condición se va definiendo en el marco de unos escritos que la introducen plenamente en la corriente literaria del Romanticismo. En ellos expresaba su sentimiento amoroso hacia el precitado Cepeda y, tal y como haya dejado patente Fabiola Maqueda,su discurso ha podido ser utilizado de manera abusiva por parte de la historia (Maqueda Abreu, 2013, p. 189-212), que no ha concediendo la importancia merecida a que se trataba del relato de unos sentimientos mediante los que, la que fuera conocida entre sus más próximos como “Tula” Gómez de Avellaneda, manifestaba, al mismo tiempo, su carácter como autora romántica (Kirkpatrick, 1991).

Dichos textos poseen la característica de ser fruto de la pluma de una literata, de haber sido redactados por una mujer dedicada a la escritura profesionalmente; un hecho destacable este último, dentro de la sociedad decimonónica. Debemos tener presente, según mencionaba Arriaga Flórez, que durante siglos la literatura se hallaba bajo el control de la “cultura dominante”, la representada por “los hombres blancos, nobles o burgueses, europeos y heterosexuales”. En dicho contexto no tenían cabida las mujeres, quienes fueron desautorizadas y silenciadas (Arriaga Flórez, 2001, p. 31). En la autobiografía, Tula Gómez de Avellaneda relataba la que había sido su vida hasta el momento de la redacción, en 1839, cuando contaba con 25 años de edad. Se trata de un escrito de vida, al mismo tiempo que de juventud, que era la etapa vital que la autora había alcanzado hasta entonces. Sin embargo, por no contar con una edad avanzada, que le hubiera permitido tener una extensa trayectoria vital, ni poseer una gran obra literaria, que le hubiera concedido fama, algunos autores cuestionaron el porqué Gómez de Avellaneda decidió escribir aquellas páginas (Suárez-Galván, 1980, p. 282). La respuesta puede encontrarse en que no se trataba de una autobiografía escrita para ser publicada –como tampoco lo fueron las cartas, de las que trataremos a continuación-. Todas tenían un destinatario concreto y privado, el precitado Ignacio de Cepeda. La autobiografía –que la autora denomina cuadernillo-, es un escrito redactado entre los días 23 y 27 de julio de 1839, que hasta el último momento de su redacción, según expresaba en la post-data del texto, Tula Gómez de Avellaneda dudó si entregarle o no a su destinatario. Pese a desconocer si aquel testimonio fue escrito a petición de Ignacio de Cepeda o si era el resultado de la voluntad de la propia autora, ésta expresaba de su puño y letra al destinatario su deseo de que hiciera desaparecer los textos, una vez los leyera.

Por lo que respecta al corpus epistolar, se hallaba compuesto por 53 cartas que comprenden los años que van entre 1839 y 1854. El envío de 25 cartas, datadas en Sevilla, en 1839 y 1840, muestra el estrecho contacto existente entre la autora e Ignacio de Cepeda durante aquel período. Un contacto que perdió vigor con el traslado de Gómez de Avellaneda a Madrid en 1840. Entre la carta número 26 y la número 37 -12 cartas-, transcurrieron siete años, en los que la literata mantuvo una relación sentimental con el poeta Gabriel García Tassara (Sierra Alonso, 2012), fruto de la cual nació su hija. Y, poco después, contrajo matrimonio con Pedro Sabater, que falleció en 1846. La carta número 37 aparece fechada ya en 1847, una vez transcurridos dichos acontecimientos, y a lo largo de ese año volvió a intensificarse la correspondencia -13 cartas-; reflejo del nuevo estrechamiento que se produjo en la relación de Tula e Ignacio, con motivo del establecimiento de este último en Madrid. Sólo hubo 4 cartas desde que Ignacio de Cepeda abandonara Madrid con destino París en 1847, dos del mismo año 1847, una en 1850 y la última en 1853.

Gómez de Avellaneda le pedía a Cepeda en una de sus cartas del año 1847, tras haber recibido la noticia de que él se marchaba a París, que todas las cartas que le había enviado le fueran devueltas. Sin embargo, él nunca cumplió con las peticiones de la autora y no se deshizo de sus textos más personales; no obstante, sí evitó que fueran publicados durante las vidas de ambos. Antes de su fallecimiento, Ignacio de Cepeda trató sobre su publicación con Lorenzo Cruz de Fuentes, con la expresa intención de “enaltecer más y más el mérito de la escritora” (Cruz de Fuentes, 1916). Finalmente, estos escritos vieron la luz una vez fallecido su destinatario, costeando su publicación su viuda, María de Córdova y Govantes.

Llegados a este punto, podríamos definir, tal y como ya lo hayan hecho y justificado de manera excelente otras autoras, las escrituras que centran nuestra atención como una “autobiografía epistolar” (Torras, 2003).

La autobiografía precede al epistolario y mantiene su mismo formato. Está dirigida a un destinatario concreto, indica la fecha de la redacción –incluso en algunos de los epígrafes el momento del día o exactamente la hora en la que se escribieron; lo que podría asemejarse con las fórmulas usadas en la redacción de diarios personales-. En ella se conjugan dos tiempos distintos, el del pasado –el propio pasado de la autora-, que Tula Gómez de Avellaneda buscaba dar a conocer a Ignacio de Cepeda, y el de su presente. Este último recogido en los comienzos y finales de los textos que configuran los epígrafes del “cuadernillo”. En ellos la escritora se refería a lo que acababa de hacer o tenía previsto desarrollar ese mismo día o al día siguiente; destacando si se había encontrado o no con el destinatario de sus escritos, o si esperaba hacerlo en una próxima jornada.

Asimismo, como un texto epistolar analizó la “autobiografía” de Gertrudis Gómez de Avellaneda Fernando Durán (1994, pp. 459-468), poniéndola en conexión con la literatura de confesión. Una línea que ya había sido transitada por Nora Catelli (1991, pp. 105-134) y que conecta directamente los textos de Gómez de Avellaneda con Las Confesiones de Rousseau (1782, 1789), que hayan sido consideradas como la primera muestra del género autobiográfico.

A través de aquellos escritos, Tula Gómez de Avellaneda buscaba mostrarse a Ignacio de Cepeda, convertirle en conocedor de quién era ella y del devenir personal que la había llevado a ser la mujer que había desarrollado el sentimiento amoroso que le expresaba. Le estaba ofreciendo una imagen íntima de Tula, no de Gertrudis, en la que reconstruía su niñez, su adolescencia y su juventud, sus experiencias vividas.

 

Los orígenes de la autora y el devenir de su historia personal a través de la autobiografía y el corpus epistolar.

 

Gertrudis Gómez de Avellaneda nació el 23 de marzo de 1814 en la isla de Cuba, en la población entonces denominada Santa María de Puerto Príncipe, al presente Camagüey. Su familia formaba parte de la elite social. Su padre, Manuel Gómez de Avellaneda, originario de Constantina de la Sierra, Andalucía, era capitán de navío, y su madre, Francisca de Arteaga, aunque nacida en Cuba, dentro de una familia criolla asentada en la colonia, tenía sus raíces en las Islas Canarias y el País Vasco.

Su padre falleció en 1823, dejando huérfanos a Tula, con 9 años, y a su hermano Manuel. Ambos fueron criados en el seno de la familia materna, donde su abuelo ejerció el papel de cabeza de familia. No obstante, su madre se volvió a casar, con un teniente coronel de origen gallego, Gaspar de Escalada, cuya profesión le mantenía con frecuencia alejado del hogar. La figura de su padrastro fue determinante a la hora de decidir el traslado de la familia a España. Gertrudis Gómez de Avellaneda partió de Cuba en 1836, con 22 años, donde no volvería hasta pasado el tiempo, acompañada de su segundo esposo.

Si nos retrotraemos a su etapa de formación, la autora consideraba con cierto tono de ironía en su autobiografía que había recibido la mejor educación que fue posible dársele en su país (Cruz de Fuentes, 1916). Un contexto poco favorable a la formación del sexo femenino, en el que el porcentaje de adolescentes criollos que recibía educación era el doble que el de las adolescentes criollas (Pastor, 2002, p. 23). No obstante a las circunstancias, una sociedad tradicional de marcados rasgos misóginos que coartaban el desarrollo intelectual de las mujeres, aún de las pertenecientes a los grupos superiores, Tula Gómez de Avellaneda presentaba a través de sus escritos su inclinación a los estudios desde su más tierna infancia. Expresaba cómo había crecido compartiendo juegos con sus amigas, las tres hermanas Carmona, que se desarrollaban en torno a la representación de teatro, la invención y escritura de cuentos, las adivinanzas, etc. Bastante apartadas de los entretenimientos que concentraban al resto de niñas. Ya durante su adolescencia, la lectura era su principal afición –novelas, poesías, comedias-, que la mantenía alejada de las prácticas sociales en las que comenzaban a integrarse el resto de las jóvenes, así como del cuidado estético de su imagen, siendo por ello fuertemente reprendida por su madre (Cruz de Fuentes, 1916).

Su juventud más temprana se encontró muy marcada por la relación de amistad que continuó manteniendo con las precitadas hermanas Carmona, destacando de entre ellas a Rosa, y con una prima. Se refería a que sus conversaciones, además de girar en torno a las modas y los bailes, como lo hacían las de las demás chicas, versaban sobre literatura. Hablaban de novelas, de poesías; al mismo tiempo que también se interesaban por los temas que de ellas se desprendían y que se encontraban cargados de profundidad: el amor, la amistad, los cultos, la muerte, la inmortalidad. La joven Tula consideraba que estos eran mucho más serios que lo pudieran ser los aspectos frívolos que habitualmente se asociaban con las conversaciones de las de su sexo, incluso superiores a lo que su inteligencia podía abarcar a aquella edad. Presentaba de este modo en su autobiografía su percepción sobre la personalidad de su prima y la suya propia, de una forma sujeta a los cánones convencionales, donde cualquier tipo de conducta, actitud o pensamiento con altura de miras era concebido como impropio del sexo femenino y, por el contrario, similar al que le era innato a los varones: “Reunía la debilidad de mujer y la frivolidad de niña, con la elevación y profundidad de sentimientos, que sólo son propios de los caracteres fuertes y varoniles”(Cruz de Fuentes, 1916). No obstante, a Rosa Carmona le atribuía mucho juicio en todo lo que decía, además de destacar la exactitud en sus raciocinios, sin vincular dichas características como propias de un sexo, sino como rasgos individuales de su personalidad. Interpretación que insertamos aquí, igualmente, marcada por el convencionalismo que desde el patriarcado había venido destacando la existencia dentro del sexo femenino de mujeres caracterizadas por su excepcionalidad, negando de este modo que dichas características fueran generales para el conjunto de su sexo. 

El talento que presentaban las hizo despuntar dentro de la sociedad criolla de Puerto Príncipe. De este modo, explicaba cómo en su casa se reunía una tertulia en la que participaban jóvenes “sobresalientes” de ambos sexos; insertándose constantemente dentro de un círculo en el que se desarrollaban relaciones entre chicas y chicos.

Fue precisamente en ese marco en el que comenzó una relación de profunda amistad, tal y como ella la definiera, sin querer considerarla de carácter sentimental, con Francisco Loynaz. Ambos compartían aficiones como la lectura de poesía, la música o la traducción de textos. Sin embargo, aquello terminó debido al compromiso matrimonial que su familia había establecido para Tula con otro hombre y que ella decidió respetar y mantener, hasta el momento en el que según expresaba “no soportó más la idea de unirse en matrimonio con un hombre al que detestaba” (Cruz de Fuentes, 1916). Dicha ruptura fue duramente criticada por su círculo más cercano, que culpaba de lo que se había producido al talento que demostraba la joven, adquirido por la educación “novelesca” recibida por parte de su madre. Se refería en su texto autobiográfico a que se la consideró como “una loquilla novelera y caprichosa”, “de extravagantes y peligrosas inclinaciones”. Todo ello la llevó a lamentarse por no contar con la suerte de “esas mujeres que no sienten ni piensan: que comen, duermen, vegetan, y a las cuales el mundo llama muchas veces mujeres sensatas” (Cruz de Fuentes, 1916). Apreciamos aquí una aflicción que aparecerá varias veces dentro de este discurso íntimo, representativa de las contradicciones de un sujeto femenino que se debatía entre sus convicciones personales y las propias de la sociedad en la que le había tocado vivir.

A su llegada a España, después de haber pasado durante su viaje por Burdeos, su primera residencia se estableció en La Coruña, donde se hallaba la familia de su padrastro. Las críticas dentro de aquel círculo tampoco se hicieron esperar. Ridiculizaban su afición al estudio, llamándola “la Doctora”, se condenaba su gusto por autores como Rousseau y se la denostaba por no desarrollar hábilmente aquellas tareas domésticas que eran consideradas como propias del sexo femenino. Sus formas se rebelaban frente al modelo canónico de mujer doméstica (Franco Rubio, 2018), que se había ido fraguando durante los siglos anteriores, sustentado sobre un discurso bien construido, del que la tratadística moral y pedagógica –especialmente católica- constituyen algunas de sus principales representaciones. Dicho modelo se encontraba plenamente consolidado dentro de la sociedad liberal-burguesa decimonónica, cuyos marcos fueron trascendidos por Gertrudis Gómez de Avellaneda. Ella rebasó los márgenes que delimitaban el espacio privado, considerado como ámbito de desarrollo femenino por antonomasia, y las limitaciones a las que las de su sexo se hallaban constreñidas, para acceder a la esfera pública a través del ejercicio profesional de la Literatura.  

Fue en La Coruña donde entabló la que ella misma consideró como una primera relación de tipo sentimental. Mariano Ricafort era un hombre de escaso talento, que le llevaba a valorar con disgusto las inclinaciones intelectuales de Gómez de Avellaneda. Definido a la perfección por Susan Kirkpatrick: “la imposibilidad de reconciliar el genio femenino con la consideración social de la feminidad, dictada por los gustos de los hombres” (Kirkpatrick, 1991, p. 136). De nuevo, tal y como ya lo hubiera hecho algún tiempo atrás en Cuba, volvió a intentar ceñirse a los presupuestos establecidos dentro de la sociedad de su tiempo y desarrollar su vida reducida a dichos cauces. No obstante, su capacidad para razonar le permitió reaccionar y valoró que la existencia de una gran distancia en la manera de entender aspectos fundamentales por parte de los cónyuges solo podría desembocar en un matrimonio nefasto. De este modo, optó por romper la relación y mantenerse en la libertad que le permitía actuar según los dictados de su voluntad individual. En este punto, cabe ser subrayado que en la toma de dicha decisión contribuyó también la opinión de su hermano Manuel. Quien la animó, con el argumento de lo dichosa que iba a ser pudiendo gozar de una vida cómoda e independiente, conforme a sus propias inclinaciones.

Pasado cierto tiempo, la autora mencionaba en su autobiografía la existencia de dos relaciones sentimentales pasajeras. Según planteaba, había buscado dejar a un lado sus sentimientos más profundos y las consideraba como meras distracciones, situándose de este modo en una posición propia del sexo masculino, para el que dichos escarceos estaban permitidos. Sin embargo, ambas resultaron frustradas, teniendo en cuenta el peso de las emociones en la figura romántica que constituía la autora.

Algo más adelante, volvía a rechazar, una vez más, una propuesta de matrimonio. Méndez Vigo, el pretendiente, la definió por ello como una “mujer original, fría y sin corazón”. El rechazo al matrimonio se mantiene constante durante la etapa de juventud de Gertrudis Gómez de Avellaneda; lo que entendemos como una resistencia al modelo de unión establecido, impregnado por la jerarquización de los sexos, que posicionaba la voluntad masculina por encima de la femenina.

Su traslado a Sevilla le permitió su integración y el reconocimiento dentro del círculo literario de la capital hispalense. Fue allí, en el año 1839, donde conoció a Ignacio de Cepeda, destinatario tanto de la autobiografía como del corpus epistolar sobre los que tratamos en este estudio. Un estudiante de Derecho, alumno de Alberto Lista, con el que Tula Gómez de Avellaneda se escribió durante ocho años, aún después del traslado de la literata a Madrid. Lorenzo Cruz de Fuentes consideraba en el prólogo a la primera edición de la autobiografía y las cartas, en 1907, que la relación entre Gómez de Avellaneda y Cepeda no logró consolidarse “ante el temor del señor Cepeda de entregarse a aquella inteligencia poderosa, que algún día podría anularle con su superioridad indiscutible” (Cruz de Fuentes, 1916).

Aunque Ignacio de Cepeda aparecía como motivo de los desvelos de la autora en los textos que estudiamos, en los años que se sucederían pasaron por su vida otros hombres. En 1844, con 31 años, mantuvo una relación amorosa con el poeta Gabriel García Tassara (Sierra Alonso, 2012), quien la abandonó embarazada y soltera en el Madrid de mediados del siglo XIX, con lo que aquello debía suponer. Se trataba de un medio donde la maternidad fuera del matrimonio implicaba la denostación de la madre soltera, que había mantenido relaciones íntimas sin que existiera el lazo conyugal; frente a una asumida realidad en la que el varón gozaba de libertad para mantener tales relaciones, sin convertirse en víctima de la crítica social. María, hija ilegítima, falleció con apenas siete meses.

Fue en 1846 cuando contrajo matrimonio por primera vez. Lo hizo con Pedro Sabater, gobernador civil de Madrid, que murió al poco tiempo. Este desenlace llevó a Tula Gómez de Avellaneda a retirarse a Burdeos e ingresar en un convento; período en el que su producción literaria derivó hacia la temática religiosa.

Para el año 1853, contamos con noticias de la relación que mantuvo con el político Antonio Romero Ortiz, a partir de otro corpus epistolar, compuesto por 45 cartas fechadas entre el 22 de marzo de 1853 y el 16 de febrero de 1854. Éste nos ha servido para conocer cómo se entendía a sí misma la autora, muy probablemente con la intencionalidad de transmitir a su destinatario tal imagen:

Mi posición es indudablemente la más libre y desembarazada que puede tener un individuo de mi sexo en nuestra actual sociedad. Viuda, poeta, independiente por carácter, sin necesitar de nadie, ni nadie de mi, con hábitos varoniles en muchas cosas, y con edad bastante para que no pueda pensar el mundo que me hacen falta tutores, es evidente que estoy en la posición más propia para hacer cuanto me dé la gana, sin más responsabilidad que la de dar cuenta a Dios y a mi conciencia: pero, a pesar de todo, sucede que no hay en la tierra persona que se encuentre más comprimida que yo, y en un círculo más estrecho. Aquí ves confirmado lo que te decía ayer de que aún la libertad individual es una quimera (Catena, 1989).

A su definición como viuda, poeta e independiente, condiciones todas ellas que le dotaban de una serie de derechos y libertades de los que carecían la mayor parte de las de su sexo, seguía añadiendo “con hábitos varoniles”, tal y como ya hubiera considerado algunos de sus rasgos de pensamiento y actuación durante su temprana juventud. Asimismo, se reiteraba en la aflicción de sentirse víctima de su propia libertad, dentro de una sociedad en la que se abogaba por todo lo contrario. Tal vez por ello, de nuevo con la intención de encuadrarse, de algún modo, en los patrones marcados, en 1855, se volvió a casar. En esta ocasión con Domingo Verdugo, un coronel, diputado en las Cortes. Fue con él con quien volvió a Cuba, buscando los beneficios de su clima en el estado de salud de aquél, que sufría importantes secuelas tras las heridas y golpes que le causaron en una reyerta, a raíz de la representación teatral en Madrid de una de las obras de su esposa.

En su Cuba natal, Gómez de Avellaneda fue reconocida como escritora. Allí fundó y editó la revista El álbum cubano de lo bueno y lo bello, de la que se publicaron doce números y en la que aparecieron dos de sus artículos considerados de contenido plenamente feminista: “La mujer” y “Galería de mujeres célebres” (Pastor, 1998, pp. 291-303). Permaneció en la isla hasta el fallecimiento de su marido en 1863.

Antes de regresar a España, de nuevo viuda, realizó un viaje a Estados Unidos –donde pasó dos meses en Nueva York- (Simón Pálmer, 2000, p. 529); este viaje, además de su obra, han servido a algunos autores para plantear su figura en paralelo a la de María Mercedes de Santa Cruz y Motalvo, condesa de Merlín (1789-1852) (Campuzano, 1997; López-Cordón Cortezo, 2011, pp. 113-135; Méndez Ródenas, 1986, pp. 71-99; ). Ambas criollas, Gertrudis Gómez de Avellaneda fue la autora de la biografía de la primera, que se publicó junto a Viaje a La Habana, por la condesa de Merlín (Imprenta de la Sociedad Literaria y Tipográfica, Madrid, 1844).En dicho libro María de las Mercedes de Santa Cruz trató sobre el tema de la esclavitud, como lo hiciera Gertrudis Gómez de Avellaneda en su novela Sab(1841); y también aquélla redacto una autobiografía relativa a sus primeros años de vida, Mis doce primeros años (1831). Sin embargo, pese a ciertos puntos de conexión, la distancia cronológica existente entre sus trayectorias vitales, marcó fuertes diferencias entre ambas. Gertrudis Gómez de Avellaneda logró ser reconocida como literata por la sociedad de su tiempo, hizo de la Literatura su profesión.

 

Una vida dedicada a la escritura

 

“No habiendo tragedias que leer, yo comencé a crearlas” (Cruz de Fuentes, 1916). Estas palabras recogen la pasión por la creación literaria de una Tula Gómez de Avellaneda aún niña, que siendo adulta desarrolló su trayectoria profesional como escritora. Cultivó la poesía, el teatro, la novela. Asimismo, cabe ser destacada su faceta como traductora o imitadora, debido a las reelaboraciones que llevó a cabo de los textos de los poetas masculinos románticos por excelencia: Lord Byron, Víctor Hugo y Lamartine. Recurrió a este método, según han constatado las especialistas, para hacer oír su propia voz y evitar su identificación con las voces masculinas (Kirkpatrick, 1991), dejando patente de este modo su condición feminista en su obra. En este mismo sentido, se ha comprendido su interés por el sujeto marginado que representaba el esclavo –tema central de la precitada novela Sab-, identificando la marginación y subordinación social por motivos de raza a la sufrida por parte de las mujeres en razón de su sexo.

También dentro de su obra literaria de ficción aparece recogido el rechazo por el matrimonio que se manifestaba en sus escritos autobiográficos. En su novela Dos mujeres (1842-1843) planteaba su perspectiva sobre la unión matrimonial, a la que se refiriera en sus textos más personales del siguiente modo: “… la suerte de la mujer es infeliz de todos modos. Que la indisolubilidad del mismo lazo con el cual pretenden nuestras leyes asegurarlas un porvenir se convierte, no pocas veces, en una cadena tanto más insufrible, cuanto más inquebrantable” (Cruz de Fuentes, 1916). Así lo entendía, –como una cadena- en aquellos primeros años de la década de 1840; recordemos que no contrajo matrimonio por primera vez hasta 1846. 

No debió en absoluto resultarle fácil desarrollar su carrera en un mundo literario completamente masculino. Sin embargo, fue capaz de obtener el reconocimiento de sus contemporáneos. Al escritor Nicomedes Pastor Díaz se atribuye la siguiente comparativa entre la obra poética de Gómez de Avellaneda y la de los poetas varones del momento: “Ninguno de ellos la excede en imaginación, en talento, en genio. Ninguno en grandeza, elevación y originalidad de los pensamientos; ninguno en la robustez y valentía de la expresión… y muy pocos y contados en la filosofía y profundidad de sus conceptos, en la extensión y trascendencia de sus ideas” (Kirkpatrick, 1991, p. 166). Su talento le sirvió para ser considerada, también por los otros, con los rasgos propiamente masculinos que ella misma ya se había atribuido en sus escritos autobiográficos; estaba plenamente asumido que el talento no era un atributo propio de las mujeres. El escritor Manuel Bretón de los Herreros dijo de ella: “es mucho hombre esta mujer”. De este modo, intentaban comprender su figura sus contemporáneos, quienes se negaban a reconocer la capacidad intelectual en el sexo femenino y buscaban todo tipo de argumentaciones. El poeta y dramaturgo José Zorrilla la consideró: “un error de la naturaleza, que había metido por distracción un alma de hombre en aquella envoltura de carne femenina” (Pastor, 2014, p. 111). No obstante, pese al reconocimiento particular de los literatos de su tiempo, dentro del ámbito de la institucionalización del conocimiento que representaban las Reales Academias, Gertrudis Gómez de Avellaneda no tuvo cabida. Su candidatura para ingresar en la Real Academia Española de la Lengua fue rechazada, lo que recibió una contundente respuesta de su parte:

Los que tienen interés en eliminarme, ventilarán antes de la cuestión de merecimiento la de posibilidad, porque, no obstante los ejemplos anteriores de mujeres académicas, ejemplos que parecían decisivos y capaces de borrar los menores escrúpulos, todavía se vuelve a la objeción del sexo a falta de otro (…) y se habla de los abusos a que se abrirían las puertas, como si en España fuese muy común el que las mujeres prestasen gran valor al título de académicas o como si no pudieran existir tantos abusos ahora que no hay ninguna mujer como cuando hubiera una. (…) La presunción es ridícula, no es patrimonio exclusivo de ningún sexo, lo es de la ignorancia y de la tontería, que aunque tienen nombres femeninos, no son por eso mujeres.

No fue la única mujer cuya candidatura para convertirse en miembro de la Real Academia Española fue rechazada. Algunos años más tarde, Emilia Pardo Bazán recordaba a Gómez de Avellaneda en el artículo de prensa que escribía tras haber seguido el mismo injusto juicio debido a su sexo.

Quedaba mucho camino aún por recorrer para aquellas mujeres consideradas “excepcionales” para su tiempo. Las liberales del primer feminismo, donde no debemos dejar sin mencionar, además de a Gertrudis Gómez de Avellaneda, las figuras de Carolina Coronado o Faustina Sáez de Melgar, entre otras, abrieron mediante su incursión en el mundo de las letras senderos hasta entonces intransitados por las mujeres. Se sirvieron de la Literatura como instrumento mediante el que difundir sus planteamientos críticos hacia la realidad socio-política dentro de la que tenían que desenvolverse las de su sexo (Maqueda Abreu, 2012).

 

Epílogo

 

Gertrudis Gómez de Avellaneda fallecía en Madrid el 1 de febrero de 1873. De su condición como literata no cabe duda alguna; en su condición feminista observamos, por el contrario, contradicciones que aparecen de forma recurrente. Es evidente que no podemos considerar que su convicción feminista se mantuviera de manera constante, a un mismo nivel, a lo largo de su vida ni en todas las circunstancias más o menos afortunadas o desafortunadas que tuvo que vivir. La joven Tula Gómez de Avellaneda, que escribió la autobiografía y el epistolario a Ignacio de Cepeda, no era la misma que la mujer madura que acabó contrayendo matrimonio en dos ocasiones, ni que la viuda que otorgaba testamento “haciendo uso de su libertad”, tal y como recoge el documento original, redactado poco tiempo antes de morir (Simón Pálmer, 2000).

No obstante, la escala de prioridades que apreciamos recogida en los textos estudiados se distanciaba mucho con respecto al discurso social de su época. Sin embargo, conocedora del sufrimiento que le había acarreado su actitud transgresora, se permitía realizar recomendaciones tan explícitas como la que dirigía a Cepeda: “para ser dichoso modere la elevación de su alma y procure nivelar su existencia a la sociedad en que debe vivir” (Cruz de Fuentes, 1916). Es lo que Phyllis Zatlin definió como “una mujer en lucha –con la sociedad, con los parientes, consigo misma” (1981, pp. 93-98). Unos textos en los que podemos hallar el atrevimiento de la juventud, al cobijo de lo que se escribe para un destinatario particular y que no se espera que alcance la luz pública. En ellos logramos hibridar vida y obra; sin pretender en ningún caso ocultar la obra de la literata a partir de su biografía, pero sin olvidar que la vida de la escritora es parte de su texto.

 

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