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Mujeres Sufragistas Occidentales en el Siglo XIX : Una mirada misógina en Las Bostonianas de Henry James

Nineteen Century Suffragettes: A misogynist approach in Henry James book, The Bostonian.

 

Pilar Errázuriz Vidal

Centro de Estudios de Género y Cultura en América Latina. Facultad de Filosofía y Humanidades Universidad de Chile

 


Resumen:

En la historia del feminismo occidental, las Sufragistas norteamericanas marcaron un hito importante en la lucha por los derechos de las mujeres y, sin duda, al igual que en Europa, tuvieron que enfrentar una fuerte reacción por parte de las elites de varones de la época. Tanto en el viejo continente como en los países de América, las ciencias emergentes, la literatura, la filosofía, el arte, constituyeron un bastión defensivo frente a las aspiraciones de ciudadanía de las mujeres, lo que se ha llamado Misoginia Romántica, cuyo discurso intenta convencer de que la verdadera feminidad consiste en la subordinación al amor y al matrimonio. El libro Las Bostonianas de Henry James (1886) forma parte de las manifestaciones antifeministas de la época, a la vez que constituye una suerte de crónica acerca de la conflictiva situación que tuvo que vivir el movimiento de mujeres. Asimismo, sus páginas muestran la burda descalificación empleada como estrategia para oponerse a la equidad de los sexos.

Palabras claves: Sufragistas; Derechos de las mujeres; Misoginia; Feminidad.

Abstract:

North American suffragettes were a landmark in the history of the rights for women, and, as well as it happened in Europe, suffered the strong reaction from the male elites. Literature, social science, art, developed an antifeminist discourse, called Romantic Misogyny, as a defense against women’s ambition of equality, trying to convince that femininity is only reached in love and marriage. The Bostonian written by Henry James (1886) belong to this antifeminist strategy, although it constitutes a record of the difficulties for suffragettes at the time, and a good evidence of the coarse purposes against women political actions.

Key words: Suffragettes; Rights for women; Misogyny; Femininity.


 

El siglo XIX constituye una bisagra entre la exclusión de la escena pública a la que estuvieron sometidas las mujeres occidentales durante siglos antes de la Ilustración, y el paulatino acceso a la ciudadanía y a la subjetividad política del siglo XX. De acuerdo con las historiadoras francesas Fraisse y Perrot, a comienzos del XIX el concepto democrático de todas las mujeres designa un grupo intercambiable de individuas que tienen, todas ellas, una sola misión: ser esposas y madres, es decir existir como “reproductoras de la especie y no como ciudadanas” (Fraisse y Perrot, 2000:32). Sin embargo, a fines de siglo, la sociedad empieza a reconocer la singularidad de los diversos itinerarios de las mujeres y, si bien las Ciencias Sociales y Humanas vuelven a hacer hincapié en la esencia femenina, ésta ya no es sostenible a partir del desarrollo cada vez más dinámico de la incidencia social y cultural de las féminas en diversas latitudes.

Las mutaciones culturales europeas, junto con las innovaciones americanas, así como ciertos resquicios que permite la legislación -como por ejemplo al acceso a la herencia tanto de hijos como de hijas, la relativa invisibilidad y autonomía de la mujer soltera-, van conformando una mujer nueva, en términos de la feminista rusa Alejandra Kollontai (De Miguel: 2001:20). Como dicen las historiadoras mencionadas anteriormente, “la nueva mujer nace tanto de las experiencias bostonianas como de las judías de Nueva York. Regresa gloriosamente a Europa y apura las interrogaciones sobre la identidad de ambos sexos” (Fraisse y Perrot, 2000:27). La difusión de las ideas liberales-utilitaristas del pensador inglés John Stuart Mill y, en concreto, la obra que escribe con su compañera sentimental Harriet Taylor, El sometimiento de la mujer (1869), fue de gran influencia en el nacimiento del feminismo y sufragismo norteamericano. Mill critica la “natural subordinación de las mujeres” asentada en el prejuicio y en el ejercicio de una autoridad basada en la ley del más fuerte y no en el libre consentimiento.

Sin embargo, tendrán que ser muchos los esfuerzos y las reivindicaciones feministas para romper el código cultural de la época. La naturalización de los sexos y de sus definiciones, validadas por la ciencia, refuerzan el lugar doméstico de las mujeres, en términos de “sexo débil” y de su –por lo tanto- consecuente subordinación al varón representante del “sexo fuerte”. La teoría evolucionista de Darwin contribuye a ello: como lo indica Maria Ángeles Querol, el “origen del comportamiento humano que presenta, mantiene y argumenta Darwin, sobre todo en su obra “La descendencia del hombre”, escrita en 1872, está basado principalmente en la asunción de la inferioridad psíquica y física de la mujer, inferioridad cuya explicación está en el valor de la caza como actividad económica originaria” (Querol, 2004: 122). De manera que el rol de proveedor y jefe de familia en virtud de la “ley del más fuerte” se legitima desde la Ciencia del siglo XIX, y los conocimientos crecientes de la anatomía femenina vienen a confirmar que la “diferencia” de las mujeres las destina únicamente a la reproducción y no a la producción. Una vez más se reafirma el supuesto aristotélico: la mujer es cercana a la naturaleza, y el hombre, a la cultura (Puleo, 1992: 84, 85). La filosofía, por su parte, se articula con este discurso discriminatorio porque los supuestos democráticos que han logrado establecer los varones ilustrados y los conceptos que homologan a los humanos, representan el riesgo de abrir los lugares del poder a todos y todas. Celia Amorós señala que, ante semejante riesgo “era preciso justificar que las características del sexo femenino se resistían ontológicamente a esta misma abstracción (…) abstracción en cuya virtud los varones (…) se han convertido en individuos, en sujetos y en ciudadanos” (Amorós, 1997:297). De manera que no solo contribuye la economía política y la legislación a hacer de las mujeres seres dependientes económica y jurídicamente, sino que la Ciencia, la Filosofía, la Medicina y la Educación –sin mencionar las enseñanzas religiosas- coadyuvan desde todos los ángulos a reforzar la subordinación que hubiera podido debilitarse por los procesos revolucionarios que acababan de tener lugar en el mundo occidental. Esto es lo que en la filosofía feminista se denomina Misoginia Romántica, cuyo universo simbólico, en palabras de Celia Amorós, se nos revela como un campo semántico cerrado (Amorós, 1997:249).

En efecto, podemos constatar que en la segunda mitad del XIX, se desencadena en Europa una fuerte reacción misógina ante la participación activa de las mujeres desde principios de la revolución francesa, hasta la Comuna de Paris, quienes, habiendo sido protagonistas de más de una revuelta, esperan ser consideradas dentro del nuevo orden político de igualdad con los varones frente a los derechos ciudadanos. Esto, al dilatarse con el discurso de excelencia destinado a exaltar los valores domésticos y reproductivos de las mujeres, al verse éstas confinadas una vez más al espacio privado en función de una propuesta demográfica, reaccionan: la diferencia de los sexos –asegura Fraisse- a partir de este momento se vuelve una cuestión política.

Se reinstala en este nuevo y joven patriarcado democrático, tanto en Europa como en los incipientes Estados independientes americanos, una férrea división del trabajo que refuerza la mencionada jerarquización aristotélica. De manera que la producción, en pleno desarrollo capitalista, queda en manos de los varones, junto con la administración jurídica y legislativa de las polis, mientras que la reproducción de la especie y de los cuerpos, queda a cargo de las mujeres, sin remuneración alguna, en total dependencia del pater familias, recordando el orden griego del oikos versus el agora.

Como lo indica Marta M. Biancalana según lo expresa Catherine Hall en su artículo “Sweet Home” (Pharies y Duby, 1991:65), en la reorganización de los Estados Modernos y de las Repúblicas, los hombres “orgullosos de su éxito en los negocios y el comercio (…) intentaban rehacer el mundo a su imagen y semejanza, esta imagen presentaba unas diferencias muy marcadas entre las esferas correspondientes a los hombres y aquellas correspondientes a las mujeres”. Consiguen imponer su hegemonía “a través del control de todos los medios de adoctrinamiento a su alcance: la familia, con una particular concepción de la vida doméstica y las instituciones culturales, sobre todo religiosas” (Biancalana de Castelli, 1998: 552).

Los hombres de la cultura moderna europea y americana, se ocuparían de definir conceptos y establecer normas para un ser y un deber ser de las mujeres a partir de producciones discursivas en claves diversas: coinciden en discursos complementarios y normativos los escritos filosóficos de Schopenhauer, Hegel, Kierkegaard, y otros, (Puleo, 1992:84-85) con los estudios de la diferencia sexual con William James, Otto Weininger, Von Kraft Ebing, Freud y sus discípulos (Errázuriz, 2012:372). Complementan estas teorías, el arte y la literatura, construyendo una representación de la feminidad, aquella que se desea y aquella que se teme y vitupera. En Francia y Alemania los escritos producen personajes femeninos destinados al amor y al deseo masculino que contrastan con mujeres emancipadas de mal vivir (Dottin Orsini, 1996:14-19); en Inglaterra y Francia, la pintura romántica y simbolista representan mujeres sublimes entregadas al amor y  a la subordinación, que  se  contraponen  con mujeres diabólicas. Se reitera, una y otra vez, la presencia amenazante de asesinas, (Salomé en sus múltiples versiones, en Moreau, Regnault, Mossa y otros), de devoradoras de hombres (Ella y La Sirena Saciada de Mossa), de lujuriosas y codiciosas (Pornokratés de Rops); de satánicas seductoras (Rops) y muchas otras extraídas de los relatos bíblicos y de la mitología. (Errázuriz, 2012:244).

No serán las mujeres campesinas –cuya dinámica se mantiene estable y subordinada tanto por género como por clase durante siglos (Fraisse y Perrot, 2000: 25)- el objetivo de esta heterodesignación de la feminidad, sino las mujeres con acceso posible a la educación y a la cultura, es decir, mujeres de la clase burguesa o clases altas. “Durante el XIX –advierten Bosch, Ferrer y Gili- la imagen idealizada de la feminidad estaba limitada a una clase” ( Bosch et al., 1999: 33) y –una vez más- el discurso darwiniano confirma esta consideración: “la mujer parece diferir del hombre en su disposición mental, principalmente en su mayor ternura y su menor egoísmo” (Bosch et al. 1999: 35). Precisamente a las mujeres de clases altas y medias se dirigía el discurso de la subordinación, porque fueron ellas quienes denunciaron el sesgo contradictorio de los principios democráticos: la inequidad entre los sexos no daba cuenta del precepto de igualdad; los “derechos del hombre” y la libertad ciudadana, beneficiaban solo a los varones, el espacio doméstico y privado era el destino de las féminas, una vez más.

De modo que este renovado vigor masculino de dominación, inspirado en modelos de siglos anteriores, se hace sutil y se tiñe de romanticismo: se idealiza la figura femenina para mantenerla en su fragilidad y dependencia, mientras se vitupera a aquellas mujeres que se obstinan en ejercer su autonomía. Todo halago a la naturaleza femenina tiene un beneficio: situarla en el lugar de la dependencia y pasividad, para, luego, servir a la hegemonía masculina que verá en esa subordinación reflejados su propio poder y superioridad. Como bien lo señala Puleo “el seductor kierkegaardiano se convierte en un exaltado poeta de la feminidad entendida como poder de la pura intuición, inmediatez no corrompida por la razón ilustrada. Sin embargo, a través de esta última logra seducir y él mismo no deja de experimentar esa hipertrofia de la razón como una superioridad que lo coloca por encima de la simple inocencia tan envidiada” (Puleo, 1992: 92).

En todo caso, lo que cruza cualquier consideración por idealizadora y halagüeña que se pretenda, es la creencia de la inferioridad intelectual de las mujeres y por más que ciertos argumentos ambientalistas de la época explicaran este “fenómeno” como consecuencia de una discriminación social, el argumento por excelencia “siguió siendo que “por naturaleza” la mujer era intelectualmente inferior al hombre” (Bosch et al. 1999: 37).

Este panorama parecía contradictorio: ensalzada la fragilidad femenina, admirada su virtud de madre generosa, resultaba, sin embargo, eróticamente atractivo el supuesto poder y maldad de la femme fatale (Amorós, 1997:243). En virtud de esta clasificación de las mujeres en dos categorías contrapuestas, todas ellas fueron excluidas del ámbito público, privadas de bienes económicos y con limitadas posibilidades laborales, sin acceso a la ciudadanía o a la educación superior. En medio de este panorama se consolidan los grupos de mujeres Sufragistas y comienza así un movimiento social y político que servirá de semillero para el pensamiento feminista del siglo XX. “En efecto –como acota Fraisse y Perrot- el siglo XIX señala el nacimiento del feminismo, palabra emblemática que designa tanto cambios estructurales importantes (trabajo asalariado, autonomía del individuo civil, derecho a la instrucción) como la aparición colectiva de las mujeres en la escena política”. (Fraisse y Perrot, 2000:21). No obstante, la fuerza y la diversidad a nivel internacional con que las mujeres reivindican su ser sujeto, el camino por recorrer se verá – precisamente- entorpecido por la resistencia consciente e inconsciente de los varones, quienes, salvo contadas excepciones, se opondrán a la causa feminista, ya sea con armas de la razón o de la descalificación. Tal como señala Amorós citada por De Miguel, el feminismo supone la efectiva radicalización del proyecto igualitario ilustrado. (De Miguel, 2008: 3)

La primera ola del feminismo europeo tuvo amplia repercusión en Norteamérica y encontró un efecto multiplicador en la experiencia de las mujeres estadounidenses, quienes –luego de luchar por la independencia del sistema colonial inglés junto a sus maridos-ampliaron sus reivindicaciones a la abolición de la esclavitud y a la lucha contra su propia subordinación al colectivo de los varones (Varela, 2005:44).

Como lo expresa la historiadora María Salas “los vientos de libertad levantados por la Revolución encontraron un buen campo de cultivo en los Estados Unidos. A favor de estos vientos las mujeres lucharon por la independencia de su país junto a los varones y posteriormente se unieron a la causa de los esclavos. Ello les llevó a ocuparse cada vez en mayor medida de las cuestiones políticas y sociales. Las mujeres aprendieron a hablar en público defendiendo sus derechos al tiempo que los de los esclavos, porque comprendieron que eran cuestiones inseparables. Con ello existían ya las bases para un real y verdadero movimiento femenino; lo que hacía falta era un impulso que le diese vida, una cabeza y un programa. La ocasión fue el Congreso Antiesclavista Mundial celebrado en Londres en 1840. La delegación norteamericana incluía cuatro mujeres, pero el Congreso, escandalizado por su presencia, rehusó reconocerlas como delegadas e incluso ocultó su presencia tras unas cortinas. Lucrecia Mott y Elisabeth Cady Stanton, dos de las delegadas norteamericanas, volvieron de Londres indignadas, humilladas y decididas a intensificar su campaña por el reconocimiento de los derechos. En 1848 convocaron una convención en la que Elisabeth Stanton pronunció un memorable discurso y pidió el voto para las mujeres. En esta convención se aprobó la Declaración de Seneca Falls, uno de los textos básicos del  sufragismo  americano.

A partir de esta fecha las mujeres de Estados Unidos empezaron a luchar de forma organizada en favor de sus derechos, tratando de conseguir una enmienda a la Constitución que les diera acceso al voto, la enmienda Anthony (llamada así por el nombre de su redactora), que fue presentada a la Cámara en todos los períodos legislativos, desde 1878 hasta 1896. En este año decidieron cambiar de táctica para tratar de conseguir su propósito Estado por Estado, ya que algunos se habían mostrado más receptivos. En 1869 Wyoming había concedido el voto a las mujeres sin apenas luchar por él; le siguió Colorado en 1893, después Utah (1895) e Idaho (1896), y finalmente el Estado de Washington (1910). En 1918 la «enmienda Anthony» volvió a figurar en la agenda del Congreso y esta vez dos tercios de los representantes votaron afirmativamente. Se cuenta que Charlotte Woodward, firmante de la Declaración de Séneca Falls, fue la única mujer que vivió lo bastante para votar en las elecciones presidenciales de 1920. En los Estados Unidos de América fue una lucha larga y penosa, en la que muchas mujeres se pusieron a prueba, pero no llegó al radicalismo de Gran Bretaña.” (Salas, 2008:2).

Sin embargo, testigos de este movimiento incipiente pero poderoso, hombres de talento literario, intentaron descalificarlo recurriendo a un método eficaz: la ironía. “Parece inherente a la historia de las mujeres el moverse siempre en el plano de la figura, pues la mujer no existe jamás sin su imagen. (…) no hay feminismo sin su caricatura”, como afirman Fraisse y Perrot (Fraisse y Perrot, 2000:25).

Literatura de la época puede servir –a modo de crónica ilustrativa- como una muestra del discurso patriarcal acerca de la cultura de las mujeres que comienza a desarrollarse y de su interpretación. Las Bostonianas, novela escrita en 1886 por Henry James, es una buena representación de los inicios de este proceso. Henry James, literato, (1846-1916) es hermano de William James (1842-1910), psicólogo y filósofo –representante de la influencia darwinista- y de Alice James (1848-1892) quien se ha vuelto “un ícono feminista en reconocimiento a la lucha por expresarse libremente que llevó a cabo dentro de la sociedad victoriana y su represiva noción de feminidad” (Koymasky, 1997-2005). La vida y obra de estos tres intelectuales, hijos de una familia burguesa neoyorkina de origen irlandés, ciertamente ilustran el panorama de un grupo social más amplio en pleno proceso de cambio que sucedía en la segunda mitad del siglo XIX tanto en Estados Unidos como en Europa. Alice, representa el conflicto de la pujante independencia femenina reprimida por los mandatos patriarcales de la sociedad victoriana de la época, que culmina con la enfermedad del siglo en las mujeres: la histeria (Albrecht, 2008:2). Por su parte, su hermano William, afamado psicólogo, no muestra mayor simpatía por las mujeres, como podemos leerlo en Los Principios de Psicología que publica en 1890, dos años antes de la muerte de su propia hermana Alice aquejada con problemas psíquicos: “la intuición femenina, tan apropiada en la esfera de las relaciones personales, no puede destacar en el campo de la mecánica. Todos los chicos aprenden por sí mismos el funcionamiento de un reloj, pero pocas muchachas lo hacen. De ahí la broma del Dr. Whately, la mujer es un animal que no razona, y remueve las brasas de la chimenea desde arriba” (Bosch et al. 1999:    48-9).  Cuatro    años    antes,    Henry,    escritor    “cuya    narrativa magistral aúna la inocencia americana y la experiencia europea en una obra intensa y psicológicamente compleja” (Booksfactory,   2008), ponía en boca de uno de sus personajes varones de la obra Las Bostonianas, la siguiente reflexión: la retórica de las Sufragistas (…) “no le impedía pensar que las mujeres fueran substancialmente inferiores a los hombres, e infinitamente tediosas cuando se negaban a aceptar el papel que los hombres les habían reservado” (James, 1971:215).

Ambos hermanos participaban y compartían los pensamientos sexistas de la época, a pesar de que Alice fuera una mujer intelectual y brillante. Reprimida, censurada y sojuzgada por los mandatos patriarcales, escritora y poeta, nunca tuvo la posibilidad de publicar sus escritos, como sus hermanos. Henry y William se movieron en círculos de la cultura y de las clases altas, ya fuera en USA o en Inglaterra. Los dos varones prosperaron convencidos de su superioridad y de su posición legitimada y exitosa, mientras que la hermana, sin poder salir de la invisibilidad del ámbito privado, enfermó. Sus últimos años compartió su vida con otra mujer, mientras su hermano ironizaba acerca del amor lesbiano en su escrito Las Bostonianas (1886). Henri muere en Londres con 70 años, después de una carrera literaria exitosa; William lo hace con 68 años después de 30 de ejercicio de la docencia en Harvard; sin embargo Alice muere relativamente joven, con 44 años, después de una vida llena de turbulencias y lucha por su autonomía (Strouse, 1999:112). La mujer nueva a la que pretende la personalidad de Alice, se encuentra subordinada por la sociedad victoriana y sus hermanos son representantes de dos de los grupos que constituyen las Instituciones de lo Simbólico en la heterodesignación y subordinación femenina: el mundo de la ciencia y el mundo de la literatura. Una cita del diario de Alice deja constancia de la subordinación al mundo de la ciencia cuando expresa que “una siente un enorme degradación intelectual después de una entrevista con un médico mucho más que después de cualquier otra experiencia humana”. Sabiendo que Alice sufría de una psicopatología calificada como histeria y que -además- la aquejó un cáncer de pecho, no es de extrañar que por sus dos “patologías femeninas” fuera considerada como un objeto para la ciencia y no como una interlocutora válida de los médicos.

Ambivalente entre su propia misoginia y la admiración que le causaba su hermana, Henry James legó un importante documento acerca del despertar de las mujeres en Estados Unidos, los albores del movimiento feminista y sus dificultades, en su obra Las Bostonianas. Poco  tiempo  después de la  muerte de Alice, Katherine Peabody Loring, publica su diario secreto que mereció un comentario favorable de Henry acerca de su hermana: “gran energía y personalidad de un ser intelectual y moral”. Declara que él estuvo muy consciente durante su vida que la intensidad de su deseo y de su personalidad la habría echo una igual (…)- casi imposible para ella- y que, por lo tanto, la única solución para los problemas de su vida fue enfermar, lo cual “suprimió el elemento de igualdad y reciprocidad” (Albrecht, 2008:2).

Este comentario no le habría impedido el tono sarcástico que acompaña a toda referencia sobre el despertar de la mujer nueva del siglo XIX: a través de sus personajes, James nos pone en relación con la enorme resistencia que suscitó la incipiente independencia de las mujeres y sobre todo, la crítica a opciones sexuales diferentes de aquella de los mandatos patriarcales de la época, tales como soltería y homosexualidad vs. matrimonio, maternidad y amor heterosexual. En boca del protagonista masculino de su libro, el escritor manifiesta la visión machista acerca de la mujer nueva: “es la nueva solterona vieja que han inventado ustedes de quien le ruego a Dios que me libre” (James, 1971: 378) y se expresa de las feministas europeas en términos de la “multitud de solteronas viciosas, fanáticas y afiebradas” (James, 1971: 222). Y añade, en disfavor de las mujeres independientes y acerca de su personaje femenino y doctora quien “miraba con cierta ironía toda forma de enamoramiento” (James, 1971: 433), presentándola como una mujer fría, ajena a los afectos y con una personalidad llena de escepticismo rayano en la amargura.

En el texto de James, incluso las mujeres no comparten los propósitos de liberación femenina. En boca de la burguesa y frívola hermana de la protagonista Olive, dirigente feminista, el autor pone los siguientes propósitos descalificativos: “a nadie aquí le interesan un ápice las ideas de la pobre Olive: si han invitado a Verena (amiga y oradora feminista) es solo por su extraño color de cabello, por sus ojos brillantes y porque se viste como la asistente de un prestidigitador” (James, 1971:288). Minimizar el pensamiento de las mujeres feministas parece ser uno de los propósitos de los personajes que describe James en su texto. No da muestra su escrito de ninguna opinión que aprecie esta nueva cultura o el nacimiento de la mujer nueva.

Tampoco aparece en el texto ni un ápice de empatía con el despertar ciudadano de las mujeres: “Así son ustedes, las mujeres, todas iguales. No hacen sino pensar en sí mismas” (James, 1971: 374) les imputa el protagonista a las feministas. Y añade: “nuestras jóvenes amigas tenían otra fuente para fortalecer sus emociones (…) y esta provenía de la maravillosa comprensión que habían obtenido del estudio de la angustia femenina. (…) y de él extraían la parte más pura de su misión” (James, 1971: 204). Es más, las mujeres que pretenden emanciparse se regocijan en autocompasión y autocomplacencia: en el “éxtasis del martirio” (James, 1971:164), y comparten “la noche invernal que era todavía más cruda que la misma tiranía de los hombres; daban la espalda a las cortinas corridas (…) y seguían conversando sobre el martirologio de la mujer, tema que jamás lograba agotar el interés de (ellas) Olive” (James,   1971: 198).

La suposición de una vida vacía de solterona hace decir a la protagonista feminista de James que “cuando todas las reformas fueran consumadas, cuando surgiera la aurora de la justicia ¿no resultaría entonces la vida vacía e incolora?” (James, 1971:177). La hipótesis que se va perfilando a lo largo del texto de James es que las mujeres están en la lucha feminista por soledad, por soltería, por falta de amor de un hombre, por no poder acceder a su feminidad. Por eso, cuando la heroína del libro, que en un principio luchara por la causa de las mujeres junto a su amiga Olive “accede a su verdadera vocación”, es decir a la vocación femenina, el autor se expresa de esta manera a través de su personaje: “según Verena después de escuchar el discurso de Ransom acerca de ella –las palabras que él le había dicho sobre su verdadera vocación, muy diferentes del vacuo y falso ideal que le habían impuesto tanto sus familiares como Olive Chancellor (…) al final había llegado a creer en ellas (…) habían encendido una luz bajo la cual la muchacha se veía de un modo completamente nuevo y lo extraño era que a ella le gustaba más esa imagen que la que proyectaba (…) bajo las lámparas de las salas de conferencias. (…) aquella imagen radiante comenzó a mirarla a través de los ojos expresivos de Basil Ransom. Amaba, estaba enamorada. (…) y debía contentarse con la conclusión de que amaba tan profundamente como puede amar una mujer y que eso era todo” (James,   1971: 429. 431).

La muchacha en cuestión habría accedido a “su verdadera vocación” desde la mirada de un hombre enamorado, que había visto en ella “una criatura tremendamente indefensa, había nacido para amar, había sido creada para él” (James, 1971:409), es decir la heterodesignación desde el deseo masculino habría podido con el celo feminista. En otras palabras, resultaría incompatible responder al amor heterosexual sin renunciar a los propósitos de emancipación, según la tesis del texto. De hecho, en el discurso sexista del héroe del relato, no hay lugar para considerar la actividad intelectual de su amada en tanto ella quería desarrollarse como oradora a favor del movimiento de mujeres. Una de sus disertaciones es calificada por él como “una palabrería fluida, agradable, de tercera clase, una perfecta charlatanería” (James, 1971:359), o bien “ridícula, fantástica, deliciosa disertación” (James, 1971:295). Por último, su discurso “era vago, débil, absurdo, un tejido de lugares comunes (…), desde un punto de vista serio no valía la pena que se le respondiera o se le considerase (…) la locura de la época en que una presentación de ese tipo era tratada como un esfuerzo cultural y una contribución a la solución de un problema social” (James, 1971:299). Por eso, este personaje – enamorado de la mujer femenina- expresa su irritación frente a la intención de que ella pretenda hacer una carrera en el feminismo y confiesa que “no podía manifestar su antipatía de modo más exagerado, tan odiosa le parecía la idea de que ella fuera a ser lanzada dentro de poco en una carrera estúpida (…) su aspiración más profunda era acabar con todo aquello de un solo golpe” (James, 1971:438-9).

Por momentos el principal personaje masculino se hace tan odioso a los ojos de quien lee el texto, que las lectoras feministas podríamos estar tentadas de creer que, una manera de criticar el sexismo del siglo XIX, para James consiste en desprestigiar a sus congéneres. Sin embargo, se desarrollan ideas más sutiles a lo largo de la novela que dejan dudas acerca de cual es genuinamente la postura de James, en tanto en cuanto la ridiculización de las actitudes feministas de las mujeres induce a burla de manera consistente de principio a fin. El desenlace de la historia es la derrota del feminismo por ‘lo femenino’, es decir el fracaso del proyecto de la alianza entre las mujeres protagonistas, por la interposición del personaje masculino y seductor, que triunfa en su propósito sexista de excluir a la bella del ámbito público y destinarla solo para su proyecto de pareja y su persona. Si este desenlace es una moraleja, si es una lección para olvidarse de la lealtad entre mujeres, si es un deseo misógino del escritor, resulta difícil de dilucidar. Paradójicamente, si esa fuera su intención, lo que consigue con su obra es dar cuenta de la misoginia romántica en toda su expresión, la que convoca rechazo.

Si consideramos este texto como una crónica historiográfica, la descripción acerca de una Convención Feminista en Boston nos refiere una imagen totalmente contraria a aquella requerida por la feminidad construida según los mandatos de género y clase de la época: “la sala repleta (…) de aventureras políticas, (…) mujeres de rostros encendidos (…) forzando la voz hasta los gritos (…) antiestéticas manifestaciones de fuerza, aplausos y gritos, en la repetición infinita de estupideces.” (James, H., 1971:264). Aparentemente, los y las espectadores/as que, según James describen la Convención, parecen despreciar el Movimiento. Sin embargo, se deduce del texto una suerte de escondido temor acerca del posible triunfo político de las mujeres y por eso, en sus páginas el autor despliega el desprestigio para prevenirlo, reiterándose una y otra vez. El relevante el papel social que tuvieron las feministas en el siglo XIX no fue menor y bien podía resultar amenazante para el poder masculino: en Seneca Falls (1948) lograron convocar a 300 personas frente a quienes presentaron su texto de “Declaración de Sentimientos”. Como lo señala Varela “este acontecimiento marcó un hito en el feminismo internacional al quedar consensuado uno de los primeros programas políticos feministas. La Convención fue el primer foro público y colectivo de las mujeres” (Varela, 2005:48).

La relevancia social que adquirió la incidencia pública de las mujeres en la región, prosperó: en 1868 Elizabeth Cady Stanton y Susan B. Anthony fundaron la NWSA (Asociación Nacional pro Sufragio de la mujer y, un año más tarde, el Movimiento logró que un primer estado reconociera el derecho del voto femenino (Wyoming) (Varela, 2005:49,50). De modo que podemos imaginar que se cierne una cierta amenaza sobre la estabilidad de la sociedad patriarcal y –de acuerdo con el texto de Henri James- se conceptualiza un posible triunfo de las nuevas ideas como un fenómeno devastador según expresan algunos de los personajes de Las Bostonianas. El personaje de la mujer burguesa y mundana declara, sin recato, que “prefería ser golpeada por hombres que por mujeres” lo cual muestra la posición del autor en cuanto a suponer que una organización social diferente repetiría una estructura semejante a la hegemónica, solo que en manos de mujeres, esto es, que la violencia solo cambiaría de sexo. Y que, si Olive y sus amigas feministas “lograran apoderarse del gobierno, serían unas déspotas peores que los mencionados en la historia” (James, 1971:182). Asimismo, la figura de la dirigente feminista es vista como enjuiciadora y amenazante: el protagonista se preocupa por ello: “se marchó con la impresión de que su prima (Olive) era una criatura realmente insufrible, sobre todo por su capacidad para hacerlo sentirse siempre grosero ¡Si era aquel el espíritu con que las mujeres se proponían entrar en acción cuando se sintieran más fuertes…!!!” (James, 1971:309).

No es de extrañar, entonces, que los avances del Movimiento fueran lentos y tuvieran dificultades, puesto que el discurso dominante no estaba dispuesto a tolerar el cambio. Como indica Varela “el sufragismo fue un movimiento épico donde las mujeres demostraron su capacidad y su paciencia” (Varela, 2005:49,50). Tal como lo ilustra el texto de James, los varones del renovado sistema sexo-género, adoptaron una posición defensiva frente a las reivindicaciones de las mujeres: “no quiero destruirlas, -expresa el protagonista de Las Bostonianas- pero tampoco me propongo salvarlas. Ya se ha hablado demasiado sobre ustedes (…) lo que me interesa es mi propio sexo; el otro, es evidente que puede arreglárselas por su cuenta. Es al mío a quien yo deseo salvar” (James, 1971:375).

No se trata de que el texto de James quiera destruir a las feministas, solo que logra elaborar una tesis según la cual las mujeres son feministas cuando responden a frustraciones amorosas o a desviaciones sexuales, esto se demuestra en que los personajes femeninos tales como la mujer burguesa, frívola y heterosexual, así como la heroína que se enamora del héroe y vuelve a su “verdadera vocación” –la vocación femenina-, están lejos o se alejan, respectivamente, de la causa de las mujeres. Los  personajes secundarios del relato de James no son simpatizantes de los propósitos feministas sino más bien subsidiarios o manipuladores de los mismos por propio interés. De modo que esta nueva cultura naciente queda referida y proyectada –según el texto- a un grupo excepcional de mujeres poco agraciadas físicamente, poco femeninas, en general solteras y que no han cumplido los mandatos de género de la maternidad o de la heterosexualidad obligatoria, como ya se ha señalado. El grupo “subversivo” de mujeres que pueden acceder a la cultura sin mayor protección masculina (marido, hermano, padre) constituye una amenaza para la sociedad patriarcal y debe ser vituperado y descalificado por los pronósticos sexistas como lo muestra el libro de James.

Sin embargo, el autor no es ingenuo frente a la situación de la secular subordinación femenina, cuando se refiere a la investigación que emprenden las feministas sobre la historia de las mujeres en el sistema sexo-género. De algún modo el texto apunta a las claves históricas de la sujeción femenina, aunque lo exprese negativamente: las feministas bostonianas “leían juntas muchos libros de historia y los leían de acuerdo con su idea fija, encontrar una confirmación a la teoría de que su sexo había sufrido extraordinariamente y que en un determinado momento de la historia de la humanidad las condiciones del mundo dejarían de ser tan terribles ( la historia les parecía desde todos los puntos de vista algo horrible) si las mujeres lograban ocupar su puesto en la balanza” (James, 1971:198).

Aunque parezca un panfleto antifeminista, el escrito de James resulta un testimonio relevante -si bien estereotipado- de las diversas subjetividades de la Modernidad, contemporáneas del surgimiento del reclamo de las mujeres por sus derechos. En términos psicosociales, lo que las Sufragistas instalaron en la cultura, fue un camino de producciones de subjetividad diferente de los mandatos de género asignados, (Fernández, 2006:9) los que abren un sendero de reapropiación por parte de las mujeres de una parcela de ciudadanía.

No sabremos nunca la intención de James al escribir sus páginas. En cualquier caso, su lectura es necesaria para el estudio de la Historia del Feminismo, ya sea para constatar las resistencias que debieron sortear las Sufragistas, ya sea para inferir de los escritos misóginos un cierto reconocimiento por parte de la elite masculina de la subjetivación de las mujeres en busca de legitimar la equivalencia con los varones.

En palabras de la psicoanalista Ana M. Fernández, “lo exaltado contiene a lo negado y a su propia denegación, lo invisible es lo que contiene lo visible como su propia denegación” (Fernández, 1994:180-181). Será el revés de los discursos antifeministas y las entre-líneas de los escritos misóginos que, sin proponérselo, revelarán a los y las analistas avezados/as, los fenómenos emergentes que dichos discursos pretendieron escamotear, así como los temores que suscitó el nacimiento de un proceso destinado a intervenir el sistema sexo género en favor de la equidad.

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Recibido: 22 de octubre 2013.
Aceptado: 10 de febrero 2014.