ARTÍCULOS

 

“ANDAR TODO EL DÍA”: CONSTRUCCIONES DE GÉNERO DE NIÑOS Y NIÑAS EN ESPACIOS URBANOS

“Walk all day”: constructions of gender of children and girls in urban spaces

 

Jesús Jaramillo
Becario CONICET
Universidad Nacional del Comahue

 

Resumen: En este artículo analizo los sentidos del “andar” otorgados por un grupo de niños y niñas con los que realicé una investigación etnográfica, con el objetivo de reconstruir las prácticas de género agenciadas en el contexto urbano de la ciudad de Neuquén, provincia homónima, situada al norte de la Patagonia Argentina. Específicamente, el trabajo apunta a visibilizar la manera en que los movimientos de los niños y las niñas por el barrio conformaban un uso y una construcción particular de la espacialidad que funcionaba como significante clave en las relaciones sociales y, más específicamente, en los modos de construir social y simbólicamente identificaciones con la masculinidad. De este modo, focalizo en las construcciones de género como mecanismo de socialización y estrategia cotidiana para la vida local.

Palabras claves: Género; Identificaciones masculinas; Socialización; Etnografía con niños y niñas; Espacio urbano

Abstract: In this article I analyze the meanings of “walk” granted by a group of children with conduct an ethnographic research, with the aim of reconstructing gender practices are agency found in the urban context of the city of Neuquén province, located north of Patagonia Argentina. Specifically, the work aims to visualize how the movements of the children in the neighborhood formed a use and a particular construction of spatiality that functioned as a key signifier of social relations and, more specifically, modes social construct and symbolic identification with masculinity. Thus, I focused on gender constructions as a means of socialization and everyday strategy for local life.

Keywords: Gender; Masculine identifications; Socialization; Ethnography with children, Urban space

Sumario: Introducción. El escenario y el trabajo de campo. De un lugar a otro: movimientos esencialmente masculinos. La espacialidad de la construcción masculina. Virtudes y distinciones masculinas: lo que “hace andar”. Conclusiones

 

Introducción

Este trabajo recupera algunos resultados parciales de mi tesis de maestría sobre procesos de socialización de niños y niñas en contextos urbanos1, en el marco de una investigación etnográfica colectiva desarrollada en un barrio periférico de la ciudad de Neuquén, al norte de la Patagonia Argentina2. Allí indagué, a través de la incorporación de un grupo de niños y niñas colaboradores, los sentidos y prácticas puestas en juego en las identificaciones con la masculinidad desplegadas en su vida cotidiana. Las prácticas y dinámicas barriales, y el conjunto de relaciones sociales que mis colaboradores agenciaban, jugaban un papel fundamental en sus procesos de socialización, en los que iban produciendo y reproduciendo identificaciones de género como mecanismo de sobrevivencia cotidiana.
En los últimos veinte años, diversos trabajos de corte etnográficos han situado a los niños y las niñas como actores sociales partícipes de la dinámica cultural y sus actuales procesos educativos (Holloway y Valentine, 2000; Christensen y O’Brien, 2003; Cohn, 2005; Milstein, 2008 y 2013; Padawer, 2010; Szulc, 2011; Tammarazio, 2014; entre otros). Estas investigaciones describieron en diferentes contextos principalmente urbanos y a través de distintos abordajes metodológicos, los aprendizajes subyacentes a las prácticas de niños y niñas para la reproducción social. Y al hacerlo, profundizaron el debate sobre las condiciones actuales de socialización en la medida que exaltaron otros modos de aprender la vida social y cultural, muchas veces en contradicción con las formas legítimas de socialización que las instituciones modernas como la familia y la escuela supieron mantener por largo tiempo.
En la profundización de esta perspectiva analítica la intención del artículo es explorar las construcciones de género desplegadas por los niños y las niñas en sus experiencias cotidianas, en particular en espacios urbanos de sectores populares del interior del país3. Para ello, el trabajo plantea inicialmente una breve descripción del escenario y el trabajo de campo de una investigación en colaboración realizada en el barrio “Toma Norte” a partir de 2010, y se detiene luego en los modos en que los movimientos del “andar” por el barrio conformaban un uso y una construcción de la espacialidad que funcionaba como significante clave en las relaciones de género y, más específicamente, en los modos de construir social y simbólicamente identificaciones con la masculinidad. El conjunto de estas descripciones permitirá comprender las relaciones sociales constitutivas de los espacios barriales, algunos de los principios distintivos que los niños y las niñas ponían en juego en sus procesos de identificación y diferenciación, así como los procesos a través de los cuales aprendían a integrarse al flujo de la vida social local.
Este recorrido analítico incluye, al menos, tres encuadres teóricos fundamentales e ineludibles que deben ser explicitados en la medida que iluminan el argumento del trabajo: me refiero al género, los movimientos del “andar” y el espacio. En cuanto al primero, retomo los análisis críticos de West y Zimmerman (1999:111) para entender el género como un logro rutinario, metódico y recurrente, un hacer relacional y situado realizado en presencia de otros que actúan como referentes constantes de esa producción genérica. En consecuencia, “Más que una propiedad individual, consideramos el género como un elemento emergente de situaciones sociales: es tanto el resultado como la razón fundamental de varios arreglos sociales y un medio de legitimar una de las divisiones más fundamentales de la sociedad”.
Para desarrollar las implicaciones de esta afirmación, no sólo me detengo en las clasificaciones de categorías inherentes tales como niña o niño, o varón y mujer, sino que describo un tipo de práctica social de género – el “andar” – realizada a través de la interacción cotidiana con los otros. Esto nos lleva al segundo encuadre teórico, los movimientos del “andar” considerados prácticas sociales que expresan modos de pensar y de sentir, anclados esencialmente en un modo particular de vivir la niñez en el barrio. Marcel Mauss (1979) fue quien advirtió el carácter simbólico y por lo tanto social del caminar, destacando con ello la incorporación de un habitus a través de la mediación práctica de una cultura o grupo social particular. Sus planteos retomados y teorizados luego por el sociólogo francés Pierre Bourdieu (1991) fueron los que establecieron definitivamente para las ciencias sociales la necesidad de pensar al cuerpo como producto social modelado por condiciones materiales y culturales de existencia en tanto se incorporan disposiciones más o menos permanentes, que incluyen la postura corporal, las maneras de moverse, de hablar, de oler, de mirar, de percibir, de clasificar y jerarquizar. Ambos autores advirtieron la experiencia de socialización al caminar en la medida que existe un aprendizaje corporificado de una sintonía con el medio y con otros, un estilo y un ritmo particular, una manera de mirar y vínculos muy especiales y particulares de cada lugar.
Estos planteos teóricos dialogan directamente con otros, cuyos objetos de estudio han articulado género, niñez y espacialidad. En este sentido, los clásicos de Barrie Thorne (1993), Doreen Massey (1994) y las compilaciones de Holloway y Valentine (2000), así como de Christensen y O’Brien (2003) me ayudaron a mirar las prácticas masculinas de acuerdo a cómo los espacios de la calle, las “bardas”4 y canchas de fútbol eran habitados por los niños y las niñas. En este punto, las lecturas más generales de Lefebvre (1974) y De Certeau (2007) resultaron sustanciales para mirar analíticamente el espacio habitado, vivido y representado, y no solamente geométrico, homogéneo y abstracto (Segaud en Lemay, 2009). Estas dimensiones adquieren especial relevancia para el caso que propongo analizar, en tanto que los discursos y las prácticas de mis colaboradores constituían un posicionamiento diferente en el barrio vinculado a los espacios que recorrían y las relaciones de género que con ello producían.

El escenario y el trabajo de campo

El barrio al que se refiere este artículo está situado en una geografía extensa particular: suelos más o menos irregulares que ascienden hasta las “bardas”, especie de terrenos arcillosos y ondulados con alturas que no superan los 150 metros de altura debido a la erosión del viento, propio de la zona de mesetas en la que se encuentra ubicada la ciudad capital de Neuquén. Allí se concentraron los grupos más desfavorecidos de los recursos económicos.
Dicho proceso de movilidad poblacional, había comenzado a notarse ya en los años 1960 en el contexto político y económico del partido que desde hace cincuenta años gobierna la provincia: el Movimiento Popular Neuquino5. En esos momentos, el auge del petróleo, gas y la construcción de obras hidroeléctricas en la provincia constituyó una posibilidad de puestos de trabajos para grupos de familias que estaban sufriendo las consecuencias de políticas restrictivas en el plano nacional y aquellas provincias que no otorgaban posibilidad de cubrir las necesidades básicas del trabajo, salud y vivienda. Sin embargo, fue en los años 1990 cuando se produjo un crecimiento poblacional desmesurado en la zona de “bardas”6. Al fenómeno de la migración externa se sumó la situación social y económica regional, por entonces la desocupación que era del 7% a comienzos de la década, pasó al 17% en 1995; a lo que se agregaba la subocupación, la marginalidad y pauperización creciente (Favaro, 2002).
El origen del barrio “Toma Norte” data de aquellos años, momento en que el gobierno provincial construyó allí algunos planes de viviendas con trabajadores traídos desde el interior, otras provincias –principalmente del norte argentino– y países limítrofes –como Chile y Bolivia–, que optaron por la “toma” de terrenos para construir sus casas y radicarse en la capital. Más adelante, en los inicios del nuevo siglo, fueron los grupos de familias pertenecientes a otros barrios populares de la ciudad los que ocuparon terrenos en la zona. Al momento de hacer trabajo de campo vivían allí unas 800 familias, algunas pocas ligadas a empleos estatales –municipio, escuela, policía y hospital–, y la mayoría ligadas al trabajo en la construcción, temporario e informal, y a subsidios estatales. Estas condiciones socioeconómicas y políticas afectaron a los hombres, a las mujeres, a los niños y niñas, así como a las dinámicas del espacio en tanto limitaron o posibilitaron relaciones sociales –en las cuales el género jugó un rol importante– que ayudaron a valorizar y aprovechar esos espacios alejados del centro de la ciudad.
Con la intención de acercarme a ese mundo social y compartir, observar y escuchar sus experiencias cotidianas, el trabajo de campo incluyó la incorporación de un grupo de niños y niñas colaboradores durante dos etapas. Esta experiencia realizada en el marco de un proyecto más amplio, abarcó los meses de junio a diciembre en 2010 y de marzo a octubre en 20117. En esos primeros meses, el grupo lo conformaron ocho niños y tres niñas: Violeta, de 9 años; Fernanda, Ernesto y Yony de 14, 15 y 10 años, respectivamente; y Alejandro, de 7 años. Al poco tiempo se sumaron Ruth y Elías, de 14 y 12 años, respectivamente, hermanos de Violeta; y más tarde, Yon, Marcos, Pedro y Nico, que tenían entre 11 y 12 años y jugaban en el mismo equipo de fútbol junto con Elías. En el segundo año, el grupo se terminó de conformar por siete niños y dos niñas: Violeta, Ruth, Elías, Yon, Marcos, Pedro, Nico, Jorgito y el “Pipi”. Estos dos últimos de 10 y 12 años de edad, respectivamente.
Con el grupo utilizamos metodologías y técnicas antropológicas para que los niños y las niñas adoptaran el rol de etnógrafos y registraran su cotidianidad no sólo en palabras sino también en registros escritos, de audio, y a través de imágenes. Para ello, se programaron una serie de actividades según las propuestas y los intereses del grupo orientadas a realizar conversaciones grupales, caminatas por el barrio, observaciones, entrevistas a vecinos, registros fotográficos, dibujos de planos, visitas a sus casas y recorridos por las “tomas” aledañas. El conjunto de estas actividades, que muchas veces eran simultáneas y ocurrían en períodos de tres a cuatro horas con mayor frecuencia los fines de semana, fueron plasmadas en un libro de cartón confeccionado por el grupo y titulado “Conociendo Toma Norte”. De manera que la investigación en colaboración fue fundamental para conocer de primera mano los significados y las prácticas que estos niños y niñas organizan en torno al género y el uso de los espacios. (Figura N°1: Mapa del barrio elaborado por Lucas. El mismo aparece en la Sección “Planos” del Libro “Conociendo Toma Norte”).

De un lugar a otro: movimientos esencialmente masculinos

En el barrio los encuentros con el grupo eran modificados sobre la marcha, mayormente las veces que los niños y las niñas se demoraban en llegar al comedor comunitario o, una vez en el lugar, sabíamos que estaban en la vereda de alguna casa, la “canchita” o algún festejo barrial. En una oportunidad, decidimos con mi compañera salir a buscarlos. Comenzamos a caminar cuando a lo lejos vimos un grupo de varones que venían a nuestro encuentro. Eran Elías, Yon, Nico, Claudio y otros tres compañeros de fútbol de los que no recuerdo sus nombres. Caminaban en hilera, uno al lado del otro, todos masticando chicles y chupetines, uno de ellos cargaba una caja de alfajores. Muy eufóricos se acercaron hacia nosotros:

Yo: -¿Y de dónde vienen?
Elías: -¡¡De una fiesta!! (…) –exclamó gritando.
Yo: -¿Cómo no nos invitaron a la fiesta?
Claudio: -Porque llegaron muy tarde…
Elías: -Ni sabíamos que había fiesta nosotros
Yo: -¿Y cómo se enteraron?
Elías: -Y porque fuimos a jugar –dijo con voz gruesa
Claudio: -Fuimos a jugar y pintó
Yon: -¡Vamos a la fiesta! –gritó al grupo
(Registro de campo, 20 de agosto de 2011)

Las conversaciones fueron simultáneas y tocaron diferentes temas, pero nuestro interés y el del grupo por saber más de las “fiestas” en el barrio hizo que nos acercáramos a otro festejo similar organizado por una de las iglesias evangélicas. Esto me hizo suponer que del mismo modo que los niños se habían enterado de la fiesta andando por las canchas, nosotros supimos de los festejos del niño andando por el barrio. La frase “fuimos a jugar y pintó” indicó la espontaneidad de la actividad, y el “vamos” de Yon la forma de participar en grupo. “Andamos desde las diez de la mañana” dijeron los niños en referencia al partido que habían disputado y al festejo del que habían participado luego. Es decir que gran parte de ese día habían estado en contacto con esas personas. Y si bien se los notaba cansados, los varones se mostraron dispuestos a seguir caminando y participar de esas “otras” fiestas como la de la iglesia. En cada una de esas instancias en que les preguntaba cómo sabían de alguna actividad, el argumento era el mismo: “Salimos y pintó”. En cierta forma, aquello me conectaba con la manera que tenían los varones de embarcarse en las actividades barriales y la forma particular de estar entre varones vinculado al “andar”.
Sin demasiada anticipación, los varones decidían qué hacer sobre la marcha, sobre todo cuando la actividad en las que estaban llegaba a su fin –el final de un partido de fútbol, por ejemplo– o cuando el interés era mayor, como lo fueron esas “fiestas del niño”. Esto le permitía no sólo participar de actividades como las que acabo de describir, sino también relacionarse con diferentes actores sociales como los dirigentes y los jugadores de la liga de fútbol, los encargados del comedor comunitario, los dirigentes políticos, los responsables de iglesias, los policías y organizaciones de distinta índole. En el caso de las niñas, sus participaciones y relaciones con frecuencia eran contempladas en función de las tareas del hogar, por lo que varias veces tuvieron que negociar algún permiso para “andar” por el barrio. Una mañana la mamá de Fernanda nos dijo que no la dejaba ir porque la tenía que ayudar a “colgar la ropa”. Estas tareas y otras como las de cuidar algún sobrino o hermano pequeño, lavar los pisos y acompañar a sus madres para las compras, eran actividades frecuentes en las niñas que las demoraban en llegar a los encuentros o les impedía participar de las actividades en el barrio.
Estas responsabilidades asumidas por las niñas y reforzadas por las familias, hacían que las posibilidades de moverse de un lugar a otro para participar de eventos y relacionarse con diferentes actores sociales, fueran mayores para los niños. Podríamos decir entonces, que estas conductas funcionaban como un principio de diferenciación de género, adaptado y reproducido mediante disposiciones que se hacían pasar como naturales o eternas al ser incorporadas y programadas en el juego simbólico de las estructuras del espacio –ayudar hacer las tareas de la casa vs “andar” en la calle– y las estructuras del tiempo –más o menos permiso de participar del grupo.
Según Bourdieu (1998), los esquemas mentales y corporales de apreciación, pensamiento y acción que estructuran el habitus de cualquier grupo social son, en su aspecto más primario, esquemas de género resultantes de la división sexual del trabajo y de la división social del trabajo sexual. Esto quiere decir que en las sociedades modernas la división entre sexos se presenta en estado objetivado en el mundo social y en las cosas (en la casa por ejemplo, con todas sus partes sexuadas), y en estado incorporado, en los cuerpos y habitus de sus agentes. Esto presupone en nuestro trabajo que las conductas y actitudes tanto de las niñas como de los niños, eran sustentadas por una práctica en apariencia normal y natural, apropiada para sus categorías sexuales. Mientras que las niñas debían anticipar a sus madres lo que tenían ganas de hacer en el día y las actividades de las que querían participar, los niños tenían mayor permiso para involucrarse en una actividad después de otra y decidir los lugares en cuáles participar. El argumento de fondo era que el “andar callejeando” implicaba una conducta de masculinidad y no de feminidad. En las niñas, esas diferencias de género también eran establecidas en relación a ciertas diferencias etarias. Violeta, por ejemplo, era la menor de las niñas y la que tenía mayor permiso para “andar” por el barrio y participar del grupo de colaboradores. Era la primera que solía esperarnos en la puerta del comedor y la que participaba sin ningún régimen de horario, incluso la única que estuvo en casi todos los encuentros que mantuvimos con los niños. De manera que los recortes etarios o los distintos momentos de la vida de las niñas coadyuvaban a reforzar la esencialidad de su género. Las responsabilidades que las niñas asumían en sus hogares ocurrían de acuerdo a la percepción que ellas y sus adultos hacían respecto del ser “más chica” o “más grande”. Esta clasificación condicionaba de alguna manera los usos del tiempo de “andar callejeando” en las niñas y por lo tanto las maneras de habitar los espacios. En cierto modo este era un argumento válido para habilitar ciertos permisos para Violeta.
Sin embargo, aún cuando esos permisos podían sugerir alguna contradicción de roles al asumir Violeta comportamientos asociados con la masculinidad como el “callejear”, su persona estaba sujeta a una evaluación en términos de conceptos normativos de actitudes y actividades apropiadas a su categoría sexual de niña y debía probar entonces que era un ser esencialmente femenino (West y Zimmerman, 1999). Por lo tanto, siguiendo estos mismos planteos teóricos, el ser un niño o una niña en “Toma Norte” no era sólo asumir roles, sino fundamentalmente ser competentemente femenino o masculino, es decir, aprender a producir demostraciones de comportamiento identificados con la feminidad o masculinidad esencial. En los apartados que siguen me ocuparé en analizar esas demostraciones realizadas por los niños a través de la interacción como parte de la socialización del género masculino.

La espacialidad de la construcción masculina

Espero haber dejado claro que la práctica del “andar” era un atributo masculino antes que femenino. Los movimientos de un lugar a otro fueron permanentes en los niños, así recorrimos los espacios de la calle, la “barda” y canchas de fútbol, y al mismo nos relacionarnos con actividades y referentes barriales. Estos niños tenían un conocimiento detallado sobre las formas de ocupar esos espacios y las relaciones sociales que lo constituían. “Andamos siempre por acá” y “sabemos el camino de memoria, somos re capos”, solían decir los niños a medida que atravesábamos los lugares. Tanto lo recorrían que sabían, por ejemplo, hasta del lugar apropiado para hacer un descanso, donde conseguir un kiosco o mercado y también anticiparnos en detalle lo que podíamos encontrar al caminar: “bocha de gente”, “casas más grandes”, “canchas más feas”, “un montón de árboles”, así como las casas de familiares y conocidos. En esos recorridos las niñas acompañaban el “andar” del grupo, hacían comentarios y conversaban entre ellas, con los niños y los/as investigadores/as, sin embargo muy pocas veces fueron las que propusieron u orientaron recorridos. Frente al caminar de los niños que solía ser disperso y apurado para guiar los recorridos, las niñas tenían un andar más pausado, un ritmo que podía seguir y que solíamos compartir tomados del brazo. Sin embargo, aquello no era una limitación para que también las niñas ocuparan esos espacios públicos.
Una mañana estando en una cancha cercana al barrio, mientras los varones se ponían las camisetas y yo buscaba un lugar para sentarme, Ruth me avisó que se volvía a su casa. Aquello me había preocupado porque minutos antes tanto Ruth como su hermana dijeron no conocer la cancha en la que estábamos y tampoco el camino que habíamos realizado para llegar. Entonces le pregunté desconcertado como iba a hacer si no sabía el camino, pero su respuesta fue categórica: “yo me acuerdo”. Acordarse el camino fue la manera que tuvo Ruth de reafirmar un desconocimiento del recorrido y al mismo tiempo un reconocimiento de las formas que tenía de moverse en el barrio. Como la mayoría de las personas del barrio, el caminar era una práctica diaria en la vida de Ruth y las niñas. Para juntarse en alguna casa, acudir al comedor, las clases de apoyo, participar de las “fiestas” y asistir a la escuela, las niñas debían caminar por el barrio y atravesar algunos lugares próximos al mismo. Es decir que las niñas sabían “callejear” y conocían muy bien los espacios del barrio. En un trabajo anterior (Milstein, Pujó y Jaramillo, 2011), advertimos el modo particular en que las niñas miraban el barrio al trepar una de las “bardas”. Mientras los varones corrían, caminaban, tiraban algunas piedras y se apoyaban contra el alambrado para conversar con un policía, Fernanda señaló desde arriba “la parte de mayor pobreza” refiriéndose a un conjunto de casillas de madera y nylon construidas al pie de la “barda”. Esa indicación de Fernanda establecía miradas y saberes diferentes ligados a vínculos familiares. Así como los varones sabían de lugares, historias y personas, las niñas sabían de miradas. Allí donde los adultos y los niños veíamos parecidos de colores y construcciones, Fernanda señaló diferencias de casas y grupos sociales: los pobres y los “más pobres”.
En tal caso, estos relatos reflejan las tácticas de apropiación que utilizaban los niños sobre espacios que no les pertenecían exclusivamente. De Certeau (2007:116) al pensar en las artes del hacer con que las clases populares inventan lo cotidiano, advirtió que la acción del caminar producía temporalmente una apropiación del espacio y una distinción en las relaciones entre posiciones diferenciadas. “Andar es no tener un lugar”, afirma el autor y agrega: “se trata del proceso indefinido de estar ausente y en pos de algo propio. El vagabundeo que multiplica y reúne la ciudad hace de ella una inmensa experiencia social de la privación del lugar”. En esas prácticas del “andar”, los niños construían y transformaban en otra cosa cada significante espacial de “la Toma” en intersección y disputa con las niñas y otros varones que también caminaban el barrio y producían significantes.
Esto último puede vincularse con lo que Doreen Massey (1994) llamó geometría del poder para enfatizar el carácter político del espacio como producto de acciones, relaciones y prácticas sociales. Esto implica reconocer que la producción del espacio es, en su misma constitución, un espacio de relaciones de poder. Al referirse entonces a las identidades de género, lo hace aludiendo a relaciones extendidas en un espacio sobre la base de negociaciones, conflictos, contienda entre distintos grupos, con intereses materiales y posiciones sociales muy diferentes. En ese sentido, evoca también un espacio más activo, el espacio como una simultaneidad de historias y una multiplicidad de trayectorias inacabadas y en vías de producción. “Espacio se crea a partir de la inmensa complejidad, la increíble complejidad de la interrelación y la no interrelación, y las redes de relaciones a cualquier escala, desde lo local hasta lo global (…). Al ver el espacio como un momento en la intersección de las relaciones sociales configuradas (en lugar de una dimensión absoluta) significa que no puede ser visto como estático. Además (…) el espacio, por su propia naturaleza, está lleno de fuerza y simbolismo, una compleja red de relaciones de dominación y subordinación, de solidaridad y de cooperación” (Massey, 1994:265, mi traducción).
En esa coetaneidad de negociaciones y disputas señalada por la autora, los niños colaboradores producían una espacialidad al “andar” no sólo en la puesta en práctica del caminar, sino también en los relatos que dibujaron y que luego incorporaron como “planos” al interior del libro. En todos esos dibujos, la calle principal “Rode”, la cancha y la “barda” fueron espacios significativamente más grandes que otros. En el caso puntual del plano dibujado por Lucas –ver Anexo– se destaca además una parada de colectivo, un cerco, un arco, un espacio para un acilo, el “puesto de seguridad” y el “tanque de agua” sobre la “barda”, y más abajo dos escuelas primarias, una jardín y una comisaría. Lo particular de aquella actividad fue que Ruth y Fernanda no estuvieron ese día, sin embargo éstos y otros lugares ya habían sido nombrados, fotografiados y recorridos también por las niñas. Y aunque Violeta estuvo presente y también sabía de esos lugares, al tomar la hoja decidió copiar en silencio el plano tal cual lo hizo una de las investigadoras.
Escenas como éstas refuerzan esa mayor apropiación que los niños hacían de los espacios públicos atribuyéndole una visibilidad masculina omnipresente. Apropiación que también hacían con sus relatos al dibujarlo, comentarlos y describirlos: el cerco y el arco tenían la inscripción “robados”, el asilo fue caracterizado como un espacio que también habían “robado” para su construcción, y las líneas de color verde de la cancha representaba lo opuesto a lo que realmente era en tanto afirmaban “acá tiene que haber césped”, “lo pinto de verde”, “así tiene que ser”, “acá jugamos nosotros”. Cuando le preguntamos a los niños sobre aquello que habían dibujado dijeron que se repetía la “canchita”, que aparecía en todos lados porque “ahí hacen entrenamiento y juegan a la pelota”, y porque “esa cancha es nuestra”, afirmó Elías. Tal era la identificación del grupo con la cancha, que al poco tiempo de conocernos algunos niños decidieron contarnos parte de la historia del barrio a través del espacio de la cancha: “ahí antes había una placita”, “antes había yuyo acá”, “esto era un descampado”, “les decimos a los políticos que arreglen la cancha pero no hacen nada”. “Está la cancha, mi casa, la casa de Nico”, “yo vivo en frente de la cancha” explicó Pedro.
Lejos de remitir esto a una masculinidad identificada con el deporte –en este caso el fútbol– como estrategia de despliegue de ciertas virtudes masculinas (Archetti, 2003), lo que estos niños establecían a través de la jerga futbolística era ante todo una virtud masculina de apropiación e interacción del espacio público. Aquella práctica deportiva los identificaba con la cancha pero también con la calle y las “bardas”, espacios que solían ocupar y que al mismo tiempo los incluía en una red de relaciones sociales con vecinos, organizaciones e instituciones barriales. A través de la concepción de esos espacios como propios, los niños expresaban su ubicación en las relaciones sociales. Esto era para mis colaboradores otra manera de hacer fútbol.
De hecho, saber o no jugar al fútbol no era condición para hacerse varones. Jorge, por ejemplo, era considerado por sus compañeros “medio madera”, y Claudio “lenteja” haciendo alusión a su condición física, más gordo y grandote que el resto. El mismo Claudio que se mostraba incómodo ante las bromas de sus compañeros sobre lo apretado de su camiseta y el modo lento de moverse en la cancha, era festejado por el grupo cuando se movía ligeramente entre los bancos y las mesas del comedor, llegando a trepar con astucia una media estructura de cemento afuera del comedor. El mismo Jorge que corría todo el tiempo por la cancha casi sin tocar la pelota y acataba cada palabra de Elías sobre el juego, era el que improvisaba bromas durante los recorridos causando risas en el grupo. Estas situaciones además de diferenciar las distintas imágenes y conductas contenidas en la noción de masculinidad al interior del grupo, daban cuenta del rasgo distintivo de su masculinidad: el “andar”. Los varones movían sus cuerpos por el barrio y ocupaban los espacios con el tacto y la virtuosidad con la que jugaban al fútbol.
En la sección “Lugares” del libro elaborado por el grupo, se muestra y describe la calle “Rode” ubicada por los varones “cerca de la canchita”; el ciber 312 “donde van muchos chicos a jugar a la compu”; el kiosco “la familia”; la garita del colectivo “donde pasa el 1A al frente del comedor”; una cancha de fútbol en la que suelen entrenar los varones con la referencia “hace tres semanas estaba así ahora está muy buena”; el club Maronese ubicada entre “La toma norte II y alto Godoy”; la barda roja “con hermosos colores rojizos” un poco más alejada; algunos techos de casas; la cancha Toma Norte “donde se realizan fiestas del grupo JEO8 para los niños” y una parte verde de la plaza. Lo que quiero resaltar, entonces, es la idea de que los niños del grupo habitaban los espacios de la calle, la cancha y la “barda” como forma de legitimar su masculinidad expresada en conocimiento, autonomía y jerarquía. El uso de esos espacios y otros alejados del barrio, dependió en buena medida de una táctica masculina explícita: los varones eran los “capos” y “genios” por conocer esos lugares más visibles y saber habitarlos corporalmente. En efecto, estos niños habían aprendido a “andar” y, a través de ello, a ocupar espacios y saber participar de relaciones que allí construían. Esto fue lo que posibilitó que dibujaran y comentaran los planos sin dificultad y mucho entusiasmo, así como la oportunidad de relatar sucesos y conflictos vividos en primera persona.

Virtudes y distinciones masculinas: lo que “hace andar”

He mostrado hasta aquí, que el caminar con otros –pares y adultos– era para estos niños un hacer rutinario que le permitía transitar las historias de un lugar, establecer contactos más allá del grupo y construir una espacialidad eminentemente masculina. Mostraré ahora, la manera en que el conjunto de esas situaciones sociales proporcionaban escenarios posibles para exhibirse como varones y, al mismo tiempo, aprender a serlo.
Una mañana, luego de haber andado por arriba de una de las “bardas”, los varones decidieron descender por un camino alternativo. Así fue que caminamos por un sendero de tierra que conectaba con muchas de esas casillas de madera a las que Fernanda se había referido, y con perros que ladraban muy enfurecidos.

Yo: -Tere –dije refiriéndome a mi colega– le tiene miedo a los perros
Tere (investigadora): -Elías recién me mostró –hace el gesto como de tomar una piedra– y estos dos perros se fueron. Pero estos eran muchos, yo no me animo, ¿ustedes cómo hacen?
Yon: -Pasas con un perro y le tienen miedo (…)
Tere: -Bueno…ustedes…¿han pasado por acá?
Yon: -Sí. No muerden los perros
Tere: -Bueno, vamos..
Yony emprendió la avanzada. Elías también pero esperaba nuestro pasos lentos.
Yon había decidió esperar a Diana, Raquel y Ruth que venían un poco más atrás.
Yo: Esperemos que vamos juntos –había empezado a preocuparme (…)
Nuevamente los perros empezaron a ladrar (…)
Tere: -Yony, vayan ustedes que conocen un poco…
Otra vez los ladridos hacia nosotros, pero cada vez eran más fuertes.
Yo: -¡Esperen! ¡esperen!
(Registro de campo, 4 de junio de 2011)

Continuamos caminando y más adelante otra vez estuvimos rodeados de perros. Los ladridos nos asustaban cada vez más y hacían de nuestro caminar un paso muy lento, con temor a que nos muerdan. “Mírelo a los ojos –dijo Elías fijando su cabeza– y eso significa guerra para los perros”. Los perros no dejaban de ladrar y Tere otra vez temblaba. Decidimos acercarnos al caminar de una mujer de unos cincuenta años que salía de su casa de la mano de una niña:

Yo: -Estamos rodeados acá, vamos todos juntos –dije en tono de broma– a ella la deben conocer
Señora: -Sí
Elías: -¿Le tiro esto? –mostrando una madera.
Ruido de pies
Señora: -Piedra hay que agarrar. Cuando se acercan los perros les tiras las piedras y listo. Yo hago así. Te desconocen los perros…
(Registro de campo, 4 de junio de 2011)

Esos movimientos de cabeza y formas de poner las manos no sólo hicieron pensar que los niños estaban dispuestos a cruzarnos caminando y protegernos, además mostraban la manera que tenían de aprender su género. El gesto agarrar una piedra y luego simular tenerla fue clave para visibilizar el manejo de los niños de los elementos del contexto, así como para transmitir un saber que tanto para las niñas como para los adultos investigadores significó aprender a caminar con perros. En esa invitación de movernos en grupo, los niños demostraban conocimiento, autonomía, valentía y coraje. Por eso los movimientos y desplazamientos eran deseados y valorados por los niños, pues se trataba de formas de habitar espacios y al mismo tiempo de exhibir su capital.
Según Bourdieu (1997), la noción de capital simbólico hace referencia a cualquier propiedad de capital físico, económico, cultural o social, percibida por los agentes sociales como distintiva al conferirle algún valor. Esta categoría analítica le permitió mostrar al autor cómo en las economías arcaicas, cuando los capitales simbólicos no estaban institucionalizados, emergían los instrumentos de demostración del poder mediante la exhibición del capital que contribuía a reproducir y legitimar el mundo social. En los niños de la “Toma Norte”, al igual que en las economías arcaicas, aquel mecanismo de diferenciación masculina del “andar” tampoco estaba institucionalizado, por eso la validez del mismo se ajustaba a su exhibición.
En las etnografías sobre los boxeadores en Chicago (Wacquant, 2006), los vendedores de crack en Harlem (Bourgois, 2010) y los integrantes de una hinchada de fútbol en Buenos Aires (Garriga Zucal, 2007), pueden observarse algunos ejemplos en que los saberes y resistencias corporales, el manejo de la venta de drogas y las prácticas del aguante –formas de ser muy particulares y muy distintas– conformaban verdaderos capitales sociales entre sus protagonistas como alternativas de reproducción social. Así subrayo la manera en que esos capitales eran herramientas de posicionamiento identitario, y muy particularmente de pertenencia a un universo determinado de género masculino. En mi estudio, aquellos niños que querían identificarse como masculinos debían compartir formas de ser y de hacer respecto al ethos del “andar”. Aquello compartido por el grupo de varones y el grupo de colaboradores era distintivo y a su vez generaba fuertes sentimientos de pertenencia en la medida que era exhibido y transmitido.
En ese aprender a caminar con perros, la posesión del capital remitió a experiencias que iban acompañados de formas corporales, gestos, miradas respecto a la “protección”. Este es un rasgo que, según el antropólogo David Gilmore (1994: 217), en la mayoría de las sociedades prevalece como uno de los tres requerimientos socioculturales de los hombres: “preñar a la mujer, proteger a los que dependen de él y mantener a los familiares”. Según sus planteos, se trata de una masculinidad hegemónica que requiere, como contraparte, de la feminidad subrayada: por su fragilidad, la mujer requiere de protección hacia un “afuera” amenazante. Este último aspecto representaba un ideal masculino entre los niños y las niñas, incluso entre los adultos. En el caso de Fernanda, por ejemplo, la presencia de Ernesto, su hermano mayor, otorgaba cierta “seguridad” a sus padres para andar en la calle y con el grupo.
Desde el primer momento la mamá fue categórica con su permiso: “Bueno, [Fernanda] va a ir pero después que me ayude y cuando venga su hermano el Ernesto para que la acompañe”. Con Violeta y Ruth esa “protección” era algo distinto. Si bien estas niñas gozaban de cierta autonomía de la presencia de su hermano Elías, cada tanto ambas reclamaban a mí y a sus compañeros la presencia varonil al “andar por ahí”. En varias oportunidades Ruth se refirió al “cuidado” que debía tener Ernesto para con ella: “él me tiene que cuidar bien”, “no me tiene que pelear”. Los adultos también solían hacernos bromas con respecto del peligro de las niñas. El papá de Fernanda, por ejemplo, en cierta ocasión dijo sonriendo: “va ir, no se la van a llevar”. Estas expresiones aún en la broma evidenciaban el peligro de las niñas en el barrio por su condición de mujer y la virtud de los niños por su condición de varón y su capacidad de “cuidar” y “proteger” por “andar callejeando”.
Al mismo tiempo, esta “protección” que las niñas recibían y a veces demandaban, tenía como contrapartida el “cuidado” que las niñas ofrecían. Por ejemplo, cuando cuidaban de sus hermanos o sobrinos más pequeños en la casa o la calle. Sin embargo, esos “cuidados” nunca fueron transmitidos tan visiblemente para con otros que no fueran de su grupo familiar. De alguna manera, esos “cuidados” ejercidos por las niñas seguían conservando su clasificación como mujer. Esos comportamientos seguían la lógica de lo que Barrie Thorne (1993:63-68, mi traducción) llamó trabajo de frontera para referirse a aquella “interacción que pretende superar los límites de género, pero que permanece anclada en ellos e incluso llega a reforzarlos”. Al igual que los juegos de persecución y toqueteo analizados por la autora en los patios de escuela, esos juegos de “protección y cuidado” que los niños y las niñas desplegaban en la calle conservaba la asimetría de las relaciones de género. Eran los varones los que controlaban esa forma específica de “protección” por su permanente “andar”. Esos movimientos colocaban a los niños en una posición más elevada que las niñas al autodefinirse “capos” o “genios”, y al ser reconocidos así por las propias niñas que demandaban sentirse “protegidas/cuidadas” y por los/as adultos/as al reclamar la presencia varonil. Cuanto más hábil era la capacidad del niño para “andar” por el barrio, mayor era su virilidad. Todos estos niños, en algún momento, debían experimentar aquel acto distintivo y diferenciador para diferenciar las cualidades masculinas que ponderaban el coraje, la habilidad y el prestigio.

Conclusiones

Las interacciones del “andar” fueron situaciones que me permitieron articular las perspectivas de espacio, género e infancia. Las jornadas destinadas a caminar y recorrer lugares predispusieron un marco distinto en donde poder observar construcciones de género y procesos de socialización: en las interacciones del caminar las calles, al trepar y bajar una “barda”, en el interés de participar del grupo, en las formas de estar en las fiestas barriales y en el modo de caminar con perros. En esa cotidianidad estos niños ponían en juego una serie de prácticas y sentidos masculinos a través de los cuales desplegaban aprendizajes y estrategias sobre cómo usar la calle, recorrer muchos lugares y conocer muchas historias a la vez, proteger a los “otros” al caminar, tener pasión por el fútbol y saber relacionarse con una variedad de instituciones y actores barriales. Por lo tanto, esos aprendizajes no estaban meramente situados en la práctica –como si se tratara de algún proceso independiente realizable, localizado en algún lado–, sino que eran parte integral de la práctica social por la que se integraban al flujo de la vida local (Lave y Wanger, 1991). Lo que pretendo advertir con esto es que en las condiciones estructurales socio-económicas de la “Toma” ligadas a la pobreza, la precariedad y la marginación, los niños promovían a través de las nociones de masculinidad una forma de sobrevivir y reproducirse.
“Andar todo el día” refería a una cuestión temporal y sobre todo a movimiento permanente, atributo valorado entre los varones como capital para construir autonomía, valentía, dominio, fuerza y protección. Estos valores y actitudes considerados aceptables según sus parámetros para vivir en “la Toma” y en la ciudad, establecían una jerarquía respecto de otros al autoafirmarse “capos” o “genios” por conocer lugares y saber vincularse con diferentes actores sociales. Esto último implica reconocer al menos dos cosas: por un lado, que la construcción de esa masculinidad era producida temporalmente por el hecho de constituirse en un proceso de apropiación de espacios que, como ya señalé, no les pertenecían absolutamente; por el otro, la dominación relativa de esa masculinidad. De hecho, esa construcción masculina no era hegemónica ni siquiera al interior del propio grupo. Lo que compartían todos estos niños, aún cuando establecían esas jerarquías, era el habitus con el clasificaban y valoraban como positivo el capital del “andar” para mostrar y mostrarse masculinos. La particularidad de los niños era hacer de eso una marca de identificación y diferenciación al mismo tiempo.
De esta manera, los niños ofrecieron otra perspectiva a la presencia infantil en las calles de la ciudad como un “problema”. En contra de las perspectivas pesimistas de los adultos, los diferentes usos de la calle aparecieron como espacios importantes y de vehículos para la construcción de género. Mirar estas formas de socialización que, como el caminar o el “andar”, aparecen diversificadas y muy a menudo descalificadas, permite pensar en modos de aprender y transmitir conocimientos culturales en movimiento. Aprehenderlo es todo un desafío.

Anexo


Figura N°1: Mapa del barrio elaborado por Lucas.
El mismo aparece en la Sección “Planos” del Libro “Conociendo Toma Norte”

Notas

1 Tesis de maestría “Masculinidades al andar. Identificaciones y procesos de socialización en un grupo de niños de la ciudad de Neuquén”, Centro de Estudios Avanzados, Universidad Nacional de Córdoba, julio de 2015. Directora: Dra. Diana Milstein.

2 Proyecto de Investigación “La escuela y las infancias: otras dimensiones de lo político. Un estudio etnográfico en escuelas primarias de la ciudad de Neuquén”, Facultad de Ciencias de la Educación, Universidad Nacional del Comahue, 2010-2012; y Proyecto PICT 1356-2010 “Un nuevo lugar social para la escuela estatal. Entre la irrupción de la política y la emergencia de nuevas infancias y adolescencias”. Investigadora Responsable: Diana Milstein. Financiado por ANPCYT/FONCYT – Préstamos BID 2437.

3 Agradezco a Carmen Reybet los comentarios y sugerencias efectuados, que permitieron mejorar sustantivamente esta nueva versión del texto para su publicación.

4 Respecto de esto me referiré en el apartado sobre escenario y trabajo de campo.

5 El MPN, así nombrado localmente, es un partido provincial fundado en 1961 con la figura de Felipe Sapag en el contexto de la proscripción del peronismo. Durante los años ’90, sus gestiones respaldaron las políticas nacionales del entonces presidente Menem que establecieron, entre otras cosas, la privatización de la empresa nacional YPF (Yacimientos Petrolíferos Fiscales), concentrada en las localidades de Cutral Có y Plaza Huincul, ubicadas a unos 100 km de la ciudad neuquina.

6 Alrededor de catorce fueron los barrios que comenzaron siendo “tomas” en la zona, lugar donde aproximadamente reside un tercio de la población actual de la capital. No obstante, muchas de estas “tomas” no figuran en los mapas municipales y tampoco son considerados barrios aunque algunas cuenten con servicio de luz, agua y/o tenencias de terreno precarias.

7 En el transcurso de esos años, el trabajo de campo lo realicé de manera conjunta con la directora del proyecto, un grupo de colegas de la facultad –María Teresa Pujó, Carmen Reybet, Silvina Fernández–, y una colega de España –Raquel Borrero López– durante el periodo que realizó una pasantía de investigación. Por eso el uso del plural en este apartado.

8 Se trataba de un grupo de jóvenes del lugar coordinados por una maestra y una psicóloga dependientes del Consejo Provincial de Educación, y Elisa, una vecina ligada al barrio y una iglesia. Sus actividades en el barrio consistían en ofrecer ayuda social a través de clases de apoyo, la copa de leche, venta de ropa y la organización de eventos barriales como el “día del niño” y “día de la familia”.

 

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Recibido: 29 de abril de 2016.
Aceptado: 21 de junio de 2016.